El conflicto que ha abierto el ministro Principal de Gibraltar, Peter Caruana, al reclamar la soberanía sobre las aguas que circundan al Peñón es algo más que un nuevo y estrepitoso fracaso de una nefasta política exterior que se desmorona en todos sus frentes. La cuestión de Gibraltar es algo que afecta a la soberanía nacional, a la integridad territorial y por tanto al corazón mismo del Estado. No hay obligación más esencial en todo Estado moderno que garantizar la soberanía, el territorio y el respeto de su Nación en el concierto internacional.
Que una anacrónica colonia asentada en una minúscula roca desafíe a España constituye el mejor ejemplo del estado de extrema debilidad en el que Zapatero ha colocado a nuestro país. La política llevada a cabo respecto a esta colonia británica no puede haber sido más contraproducente. El eje de la política diseñada por Zapatero y ejecutada por Moratinos ha sido la consideración del Gobierno gibraltareño como un interlocutor válido en el contencioso sobre el Peñón. Esa política llevaba implícita un reconocimiento de soberanía sobre el mismo a las autoridades de esa colonia absolutamente incompatible con los intereses de España. Una idea que se reforzó con la visita del ministro de Asuntos Exteriores a la colonia en 2009. El Gobierno creyó que con una política de cesiones, diálogo y cooperación podría ganarse el corazón de los habitantes de la roca, pero la realidad ha sido la contraria. Los gibraltareños han interpretado esos gestos como síntomas de debilidad y de desistimiento en nuestra reclamación de soberanía y, envalentonados, se han lanzado a la ofensiva.
Peor aún que la desastrosa política del Ministerio de Asuntos Exteriores ha sido la vergonzosa falta de apoyo del Ministerio del Interior a la Guardia Civil en los graves incidentes ocurridos en los últimos meses en las aguas que rodean al Peñón. Indignante por lo que significa de falta de respaldo a una Institución y unos agentes que se juegan la vida en el Estrecho todos los días luchando contra los narcotraficantes, la mafias de la inmigración ilegal y todo tipo de delincuentes. Pero sobre todo por lo que significa de renuncia de facto por parte del Gobierno a ejercer la legítima jurisdicción española sobre esas aguas. Cuando los guardias civiles actuaban en cumplimiento de su deber, las autoridades gibraltareñas los han acosado ante el vergonzoso silencio y consentimiento del Gobierno socialista. Es más, en ocasiones eran los propios guardias los amonestados y amenazados con expedientes disciplinarios por ejercer con valentía y eficacia su tarea. No cabe mayor despropósito.
España y el Reino Unido son dos socios europeos con una larga relación de respeto mutuo. Es urgente devolver la cuestión gibraltareña al ámbito de unas relaciones bilaterales entre dos aliados de donde jamás debieron salir. Hay que mantener además una posición de firmeza ante determinados excesos de las autoridades del Peñón que no son asumibles. Los gibraltareños deben entender que una política de confrontación y provocación a España tiene costes que no les resultan rentables. Pero sobre todo hay que recuperar la determinación por recuperar la soberanía de un territorio que jamás debimos ceder. Ese debe ser un objetivo irrenunciable y permanente para España.