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José García Domínguez

El erizo y la zorra

Lo mejor del canon liberal es que el canon liberal no existe. Razón de que puedan –podamos – discrepar en casi todo salvo en la obsesiva defensa del individuo frente al Estado. Sin tregua, como Vargas Llosa.

 

Es sabido que Jorge Luis Borges se afilió al Partido Conservador con el irrebatible argumento de que un caballero sólo puede militar en causas perdidas. La misma razón, sospecho, por la que Vargas Llosa devino liberal después de desprenderse de las grandes verdades reveladas que ofrecen las ideologías, esas cárceles del pensamiento que se ocultan detrás de la deslumbrante grandilocuencia de la utopía. Así, gracias a Isaiah Berlin acusamos recibo en su día de que en el mundo de las ideas coexisten dos especies irreconciliables: los erizos y las zorras. Vargas Llosa, como todo liberal genuino, pertenece a la segunda categoría.

Y es que, frente a las robustas, pétreas, inamovibles certezas absolutas del erizo, la zorra asume la inabarcable complejidad del universo. De ahí que tras los credos que dejaron atestadas de cadáveres las cunetas del siglo XX siempre hubiese un erizo, algún venerado padre de esos monumentales sistemas filosóficos que exoneran a sus fieles de la ardua labor de pensar. Al tiempo, igual que en el interior de cada zorra mora un escéptico que conoce las lindes de su ignorancia, en cada erizo, de modo invariable, habita un fanático; alguien presto a que corra la sangre llegado el caso; la sangre de los pobres obtusos que se le opongan, huelga decir.

En el fondo, es eso lo que más procede agradecer a un maestro de librepensadores como el Nobel de Literatura: que nos haya mantenido en guardia a fin de no hacer del liberalismo otro nido de erizos, una religión laica más, con sus anatemas, sus dogmas de fe, sus aprioris acerca del mundo, sus ingenieros de almas, sus pequeñas y malolientes ortodoxias, y sus sonrientes unanimidades borreguiles. No se olvide que existen muchas maneras de ser liberal, pero sólo una de ser oveja. En las antípodas de cualquier escolástica, para los verdaderos liberales como Vargas, la suya –la nuestra– es una doctrina que se somete a la realidad en lugar de pretender que sea ella, la realidad, quien se pliegue a sus designios. A fin de cuentas, lo mejor del canon liberal es que el canon liberal no existe. Razón de que puedan –podamos – discrepar en casi todo salvo en la obsesiva defensa del individuo frente al Estado. Sin tregua, como Vargas Llosa.   

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