El proyecto "rubalcaamaño"
Aquí no nos jugamos ya que Humpty Dumpty Zapatero nos diga que tenemos que entender con la palabra "guerra" o "paz", "empleado" o "parado". Nos jugamos que sea el Gobierno, y solo él, el que pueda determinar lo que es "delito".
Aunque el desprecio de los socialistas hacia las bases del Estado de Derecho no sea nuevo, pocas veces se ha lanzado un ataque tan directo, grave e indisimulado contra la división de poderes como el que pretende llevar a cabo este Gobierno mediante lo que me he permitido denominar como el proyecto Rubalcaamaño, y que consiste, en última instancia, en que sea el Gobierno el que controle las investigaciones en las que estén implicados cargos políticos, por un lado, y que sea también el Ejecutivo, a través de su dependiente Fiscalía, el que tenga el monopolio de poder someter a instancia judicial la comisión de un posible delito penal.
De lo primero ya hemos tenido –y seguiremos teniendo– una elocuente muestra con esa bochornosa cacería política contra el principal partido de la oposición que conocemos como "caso Gürtel", y a la que muchos le han hecho el juego desde los sitios más insospechados.
A este respecto no sabemos que hará el diario El Mundo cuando vengan nuevas y sesgadas filtraciones del caso, después de ser este diario el que haya descubierto ahora, de forma mucho más concreta, la intención del ministro Rubalcaba, posiblemente ya consumada, de designar a un comisario de su máxima confianza –el mismo que coordinó las pesquisas en el caso Gürtel y que acompañaba a Garzón y Bermejo en sus actividades cinegéticas– para que controle todas aquellas investigaciones que afecten a cargos públicos o personas de relevancia. Como prueba de ello, este diario hace referencia a la circular que ha dirigido este comisario general de la policía judicial a todos los jefes superiores de policía, en las que les exige que le informen de todas estas investigaciones, al tiempo que se reserva el derecho de declararlas secretas.
Aunque este último asunto pueda eclipsarla, no menos gravedad tiene la segunda parte del proyecto gubernamental, consistente, por una parte, en suprimir la acusación popular en aquellos delitos que no tengan víctimas concretas, dándole en este terreno el monopolio a la Fiscalía, como, por otra, delegar también a los fiscales la instrucción de todo proceso penal, que hasta la fecha estaba en manos de los magistrados.
Con lo primero, el Gobierno no pretende más que extender el bochornoso monopolio que actualmente concede la ley de partidos a la Fiscalía General del Estado para que sea la única que pueda denunciar –o no– sus posibles vulneraciones a todo posible delito que no tenga víctimas concretas, tal y como ocurre también, por ejemplo, en el caso de la corrupción de un político o en la prevaricación que hubiese podido cometer un juez.
Asimismo, y aunque permanezca la figura de la acusación particular para aquellos delitos con víctimas concretas, la intención gubernamental de que sean los fiscales, y no los magistrados, los que instruyan la causa, extiende también el poder de influencia del Gobierno a la hora de perseguir –o no– este tipo de delitos. Y eso es así porque, a diferencia de la teórica imparcialidad e independencia que gozan los magistrados, especialmente en instancias inferiores, la Fiscalía está sujeta siempre a la jerarquía y a las órdenes de sus superiores.
A diferencia de la primera, esta segunda parte del proyecto no se desprende de ninguna circular interna, sino que se evidencia sin tapujos en la nueva ley de enjuiciamiento criminal que ya ha recibido tan numerosas como silenciadas críticas provenientes de organizaciones judiciales.
Dada la clamorosa inconstitucionalidad de todo el proyecto, bien está que Cospedal haya comparecido en rueda de prensa para exigir inmediatas explicaciones en el Congreso, tanto a Rubalcaba como a Caamaño. De hecho, creo que debía haberlo hecho el propio Rajoy. Aquí no nos jugamos ya que Humpty Dumpty Zapatero nos diga qué tenemos que entender con la palabra "guerra" o "paz", "empleado" o "parado". Nos jugamos que sea el Gobierno, y solo él, el que, para satisfacción de propios y temor de extraños, pueda determinar lo que es "delito".
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