Que lo que tenemos en España es una democracia infantil, por no decir infantiloide, lo demuestra el que los españoles no sepamos qué política exterior deseamos. Algunas grandes naciones de Occidente se encuentran a veces frente a encrucijadas que hacen que sus ciudadanos se dividan acerca de cuál es el mejor curso a seguir. Pero lo nuestro no llega ni a eso. Desconocemos cuáles son nuestros intereses nacionales y ni siquiera nos ocupamos de averiguarlo. Creemos guiarnos por principios éticos y morales de general aceptación, como es la defensa de los derechos humanos, la paz y la difusión de la democracia, pero no rechistamos cuando en nuestro nombre se apoya a tiranos que no respetan los derechos humanos, constituyen una amenaza para la paz y desde luego impiden la llegada de la democracia a sus países. Cuando, al fin se abre un debate sobre nuestra implicación en una guerra, la discusión no pasa de si es o no una guerra propiamente dicha.
El asunto de nuestras relaciones con Marruecos es paradigmático. En algún códice celosamente guardado en el Palacio de Santa Cruz puede leerse: "Hay que llevarse bien con Marruecos". ¿Por qué? No lo entiendo. Desde luego, hay que procurar tener buenas relaciones con todo el mundo en la medida en que sea compatible con nuestros intereses o con nuestros principios. Pero ocurre que la amistad con Marruecos se opone a ambos.
Es opuesto a nuestros intereses porque Marruecos es el único país del mundo que reclama abiertamente anexionarse territorios de soberanía española. Ya lo hizo con el Sahara Occidental, que era una colonia, y ahora ambiciona hacer lo mismo con Melilla, Ceuta y Canarias, que son España. Se trata de una aspiración no sólo conocida, sino también pública y confesa. Primordial objetivo de nuestra política exterior debería ser tratar de impedir que se dieran las circunstancias que hicieran posible tal anexión. Para eso, lo mejor es propiciar la inestabilidad del país vecino, pues mientras se mantenga inestable, no podrá aprovechar cualquier crisis que España sufriera, y que por desgracia no es improbable, para intentar lograr sus objetivos.
Pero es que además es opuesto a nuestros principios. Marruecos padece una tiranía donde los partidos políticos son meramente tolerados y en la que la voluntad del sultán es ley. Lo que deberíamos hacer, si es que somos realmente fieles a esos valores con los que nos llenamos la boca y por los que nada hacemos, en Marruecos o en Cuba, es alentar cambios democráticos en el país magrebí. Si Marruecos llegara a ser una democracia, sus ansias anexionistas decrecerían y, al menos mientras lo consigue, no estaría en esos afanes. ¿Qué hace nuestro rey, un rey constitucional, tratando como hermano a un dictador? Hasta que Mohamed VI no sea un rey con sólo poderes representativos, no deberíamos permitir que tratara a nuestro soberano de igual a igual si es que es verdad que la moral y la ética es lo que rige nuestro comportamiento en el exterior.
Insisto. ¿A qué ser tan amigos de Marruecos? Aznar se hizo esta misma pregunta y, no hallando respuesta, decidió que no había por qué, sobre todo a partir del episodio de Perejil, un calculado test con el que el sultán probó a ver cuán flexibles tenía los músculos el del bigote. Luego vino el 11-M y volvimos adonde solíamos, a llevarnos bien con Marruecos por más desaires que desde entonces nos han seguido haciendo. Insisto por última vez, ¿por qué?