Hay una saca llena de ejemplares del Corán que no sirvió para calentar la templada mañana del 11 de septiembre en la localidad de Gainesville, Florida. Esta ha sido la noticia de la semana, y a buen seguro que la recogerán los resúmenes del año de las televisiones.
El pastor Terry Jones, un hombre que es una caricatura de sí mismo y que pastorea una comunidad de medio centenar de fieles, anunció que quemaría los libros el pasado sábado, en coincidencia con el noveno aniversario del atentado contra las Torres Gemelas. Un hecho de la suficiente relevancia, al parecer, como para que se hayan pronunciado el secretario de Defensa de los Estados Unidos, Robert Gates, la secretaria de Estado, Hillary Clinton, el presidente de aquél país, Barack H. Obama, el Papa, Benedicto XVI, la OTAN, Interpol, la Unión Europea en bloque...
En principio parece que haya una desproporción entre el anuncio y la reacción. Hombre, seguro que esos coranes le podían ser de utilidad a unos cuantos ciudadanos, pero ¿de veras era para tanto? No. La cuestión era otra. Según Barack Obama, se trataba de que ese estúpido ritual "provocaría ataques violentos sobre gente inocente". Démosle todo el contenido a esas palabras. Lo que dice Obama, y con él todos los susodichos, es que la quema de coranes es una provocación que causará automáticamente una reacción criminal por parte de los islamistas radicales, que resultará en la muerte de ciudadanos inocentes (es decir, que no hayan quemado coranes).
Es una lógica perversa. Lo escandaloso no es que Terry Jones considerara quemar los coranes, sino que gente con tanto poder, y algunos con tanta autoridad, la hayan hecho suya. Está claro que no hace falta ser un terrorista para pensar como un terrorista, para dar por bueno el camino intelectual al terrorismo.
Hay al menos tres objeciones que deberían haber tenido en cuenta. La primera es que la provocación siempre está en el provocado. Es él quien elige qué le causa indignación y qué no. La segunda es que el comportamiento no es automático; aunque le queme la indignación en las venas, aunque haya hecho suya la lógica de Obama y los terroristas, aunque todas las circunstancias y la alienación de los planetas se conjuren para ponerle en bandeja a un lector asiduo del Corán la comisión de un delito, siempre tiene la oportunidad de envainarse el detonador. Y la tercera es que hay una desproporción clara entre la quema de libros y el asesinato de una persona.
Muchos musulmanes estarán de acuerdo con esto último: es mucho más grave la destrucción de varios ejemplares de su libro sagrado que el sacrificio de unos infieles. La razón, creo yo, es que no se han hecho suficientes piras de coranes. No es que no me parezca moralmente abyecto herir unos sentimientos tan profundos como los religiosos, pero las sociedades islámicas tienen que pasar una prolongada convivencia con los insultos a su religión y comprobar que no pasa nada para habituarse a la tolerancia y la libertad. Nosotros ya hemos pasado por eso. Espada ha escrito una relación de provocaciones contra la religión cristiana sin muertos. No se trata de acabar con lo sagrado, sino de constatar que nada debe serlo más que la vida de un hombre.