Winston Churchill no fue precisamente un escolar modelo. En sus Memorias de juventud él mismo contaba con cierto humor cómo ni los golpes ni las reprimendas de sus profesores consiguieron nunca que aprendiera las declinaciones latinas. Con esos antecedentes no era fácil que una universidad de prestigio lo aceptara como alumno, así que su padre optó por enviarle a completar su formación a una prestigiosa academia militar, donde el aspecto intelectual no era, precisamente, el que más se cuidaba.
En 1896, el regimiento al que pertenecía Churchill fue enviado a la ciudad india de Bangalore. Casi la única obligación que tenía el joven militar era jugar al polo, así que decidió dedicar los ratos libres del obligado acuartelamiento a su formación intelectual. En sus Memorias se puede encontrar una detallada relación de sus lecturas de aquel año: libros de historia, política, ética o religión que leyó de forma un tanto desorganizada y bulímica, deseoso de llenar su laguna intelectual.
Decía Churchill que alguna de esas lecturas le había llevado a pasar por una fase antirreligiosa violenta y agresiva, que desapareció en su participación en la Guerra de los Boers.
Encontré mi equilibrio en los años siguientes, gracias al frecuente contacto con el peligro. Constataba que fuera lo que fuese lo que yo pudiera pensar y discutir, no dudaba en implorar una protección particular cuando me encontraba expuesto al fuego del enemigo; no me repugnaba sentir un sincero reconocimiento cuando volvía sano y salvo a tomar mi té.
Aquellos sentimientos le llevaron a tomar una decisión importante para el resto de su vida: adoptaría un sistema de creencias que estuviera de acuerdo con sus deseos y dejaría que su razón se aventurara libremente por aquellos caminos por los que tuviera la seguridad de que podía pisar firmemente.
Churchill no era científico ni teólogo ni siquiera un intelectual, pero nadie pondrá en duda su extraordinaria inteligencia. Esta tan sencilla como pragmática forma de explicar la diferencia entre los sentimientos de la fe y la razón podrían ser una buena aportación a la polémica provocada por la supuesta demostración de la inexistencia de Dios, atribuida al eminente físico Stephen Hawking y, probablemente, manipulada por algún "colectivo ateo" militante.