Hace un tiempo saltó el escándalo de las Oenegés cuyo objeto social no era realmente el que decían, o que se embolsaban el dinero incauto para dedicarlo a otros fines no especificados, como por ejemplo el enriquecimiento privado. Ahora, a propósito de esos sospechosos activistas de Barcelona por los que hemos tenido que pagar siete millones de euros a Al Qaeda en concepto de rescate, debería saltar el escándalo de las Oenegés que no ayudan a quien dicen ni a lo que dicen sino al contrario, que se dedican a entorpecer las misiones para las que teóricamente se encomiendan. Las Oenegés que aseguran, con su atolondrado cuando no criminoso deambular por el mundo, de que los países que dicen estar arreglando se mantengan rigurosamente en peores condiciones de las que existían con anterioridad a recibir a esas Oenegés en su territorio. El planeta no necesita aficionados. Y tontos que viajen tampoco faltan: siempre hay los suficientes en origen.
Los buenos sentimientos de según qué Oenegés me recuerdan a aquel "cuento cruel", especialmente cruel, del dandi Villiers de L'isle Adam, la tortura de la esperanza. La historia de un judío enmazmorrado por los monjes de la Inquisición en espera de su tortura y muerte se escapaba, en un descuido de sus rectores, de su salvífica prisión, y en el último momento antes de alcanzar la libertad se veía postrado débilmente ante el abrazo afectuoso de un religioso que no podía contener las lágrimas por la egoísta tentativa del purgado, atrayéndolo hacia sí con amor y susurrándole: "¿Qué, hijo mío, en la víspera, probablemente, de tu salvación deseas dejarnos?". La esperanza de haber casi escapado de sus "benefactores" era la atroz forma de hacer sufrir a base de buenos sentimientos. Como aquel condenar "a toda la eternidad menos un día" de Ramón Gómez de la Serna: la esperanza de que llegara el día lo hacía perfectamente insufrible.
Así son ciertas Oenegés, determinadas togas cándidas del universalismo. Se ofrecen a salvar a los países pobres y al final los países pobres deben salvarles a ellos, volviéndose de paso más pobres. Someten a esos países pobres a la "tortura de la esperanza", restregándoles por los morros lo bien equipados que van, el confortable tedio occidental del que han tenido que escapar y lo rico que es el Gobierno al que hacen intervenir cuando su pellejo está en juego. Y, mientras, la teocracia terrorista engorda gracias a ellos, teniendo muchas más posibilidades de hacerse con el control del país que antes de la llegada de los que iban tan resueltamente a mejorarlo.
Cuidado con los buenos sentimientos, porque según qué Oenegés superan en resultados cualquier crueldad imaginada. Dos o tres expediciones más que salgan desde el confortable nacionalismo catalán para hacer un mundo mejor y nos quedamos sin mundo que arreglar.