Conocí a José Vilas Nogueira como profesor de Ciencia Política en la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Santiago en 1989, de la cual había sido decano, y luego como mi director de tesis y maestro académico en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la misma Universidad, que contribuyó a fundar y de la cual fue su primer decano.
Desde el primer día descubrimos a un profesor muy distinto de lo que era común en nuestra experiencia universitaria. Impartía sus clases sin papeles ni ningún tipo de guión, exponiendo de forma asombrosamente lúcida todas las cuestiones que nosotros le planteábamos.
El profesor Vilas prefería que sus alumnos le plantearan sus inquietudes y dudas sobre la política y él siempre ofrecía a cambio una impresionante disección del problema, exponiendo con su aguda inteligencia y muy ingeniosa ironía claves en las que no hubiésemos pensado nunca y explicaciones en muchos casos muy distantes de la corrección política hoy imperante.
Fue un ser extraordinariamente libre en su pensamiento. Mudó, como buen sabio, muchas veces de opinión, respondiendo siempre a lo que su conciencia le indicaba en cada momento. De izquierda a derecha y del nacionalismo al constitucionalismo liberal, en el que se instaló definitivamente en los últimos años de su vida.
Dirigió mi tesis doctoral y la de muchos otros discípulos siempre desde la más absoluta libertad, ya sea metodológica o ideológica. Fue un auténtico maestro y una persona de bien. Sólo le preocupaba que los argumentos defendidos en el texto en fase de elaboración fuesen consistentes y elaborados, sin importarle nunca que contradijesen lo que él pensaba, lo que muchas veces fue mi caso. En este aspecto, y aunque en aquel momento aún no se reconocía en este ideario, fue un ejemplo auténtico de lo que debe ser un liberal.
Si bien nos dejó abundante obra escrita en el ámbito académico y, en sus últimos años, periodístico, entre la que destacan numerosos estudios sobre el sistema político gallego o sobre los partidos políticos, yo le recuerdo como un excelente orador. Destacaba especialmente en los actos académicos, donde su inteligencia brillaba espontáneamente, libre del corsé del texto escrito.
Era un polemista excepcional y ponía en serios aprietos a opositores y doctorandos con sus objeciones, preguntas y comentarios de una lucidez extraordinaria. Por desgracia, cuando muere un profesor sólo se le recuerda por los aspectos más formales de su obra y nunca por su verdadero magisterio, que es el que practica con su vida y con el tiempo que nunca le faltó para atender a sus alumnos, dentro o fuera de la facultad. Su familia puede estar orgullosa del legado que nos dejó.
Descansa en paz querido maestro allí donde estés ahora.