El 31 de agosto comienza la retirada de tropas americanas de Irak. En septiembre se celebran elecciones parlamentarias en Afganistán. Ambos son efectos positivos de la influencia occidental. Sin embargo, están siendo pintados por la prensa con los tintes negativos necesarios para que los radicales se animen a recuperar el control perdido ante la fuerza americana.
Nuestro entusiasmo es memorable. En época de bonanza, era el hedonismo el que nos impedía enzarzarnos en aventuras innecesarias; en tiempo de vacas flacas, lo que no tenemos es dinero para gastar en aventuras innecesarias. Valor no tendremos, pero excusas no nos faltan.
Lo cierto es que la retirada en Irak es hoy posible por el éxito del surge decidido por Bush y ejecutado por Petraeus a partir de 2007. Los medios dirigentes le dieron entonces la bienvenida llamando a Bush loco o criminal. Mientras, el mismo Obama que como candidato se opuso a esta estrategia la aplica hoy en Afganistán como comandante en jefe, tomándola como modelo y nombrando responsable al general que la diseñó en Irak.
La diferencia de la política de Obama con la de su predecesor no es ni el uso de la fuerza, ni la utilización de asesinatos selectivos –que de hecho ha incrementado–, ni el mantenimiento de las cárceles de Guantánamo y Bagram, ni de las facilidades dadas a las agencias de seguridad por el Patriot Act. Lo que distingue a ambos es el establecimiento de fechas de retirada. En el caso de Irak se trata del cumplimiento de un acuerdo con las autoridades democráticas iraquíes, que siempre puede modificarse permitiendo una presencia continuada como la que hoy gozan Corea del Sur, Japón o la misma Alemania. Este respaldo probablemente desanimaría la amenaza terrorista que hoy se recrudece. El plazo de Afganistán, en cambio, responde al conjunto de la doctrina Obama mediante la que copió el surge iraquí, dictando una retirada gradual en función de las condiciones sobre el terreno.
El razonamiento que se dice haber tras la famosa fecha es peculiar. Habría que instar a los iraquíes/afganos buenos a defenderse por sí mismos frente a sus compatriotas malos. Lo que implica, es evidente, que los buenos no se defienden de los malos hasta que viene un señor de fuera y les obliga. La realidad, nos tememos, es algo distinta: el bueno no se defiende porque el malo le mata o le oprime. Por ello, necesita ayuda –armada– extranjera. Lo cierto es que no hay guerra en el mundo que se haya ganado con fecha de caducidad. Si a los nazis les hubieran dado hasta marzo de 1945, estaríamos todavía bajo el nacionalsocialismo.
Se argumenta que es mejor que afganos e iraquíes sientan sobre sus cabezas la espada de Damocles, porque son corruptos, tribales, no entienden la democracia, pobres, carecen de electricidad todo el día, reparten mal el petróleo, etc., etc., etc., en una retahíla de cascarrabias que olvida las tiranías bestiales derrocadas en ambos sitios, y el ejemplo dado al resto de Oriente Medio.
Es improbable que este juego irresponsable lleve a cerrar en falso estos dos frentes, pero que esta es la preferencia del pensamiento único de nuestros días es indudable. Todavía está por enunciar qué ganaría Estados Unidos y Occidente por ello.
Es fundamental aplicar razonablemente las estrategias en ambos sitios, recuperar la perspectiva de dos conflictos destinados a implantar el germen de la democracia liberal, y en que las muertes de soldados americanos no llegan al 5% de las sufridas en Corea y Vietnam, las dos batallas más sangrientas de la Guerra Fría.