Las relaciones de España y Marruecos siempre han estado sometidas a una tensión institucional fruto de las diferencias intrínsecas y los distintos intereses de uno y otro país. España pertenece a la civilización cristiano-occidental y es una democracia donde impera el Estado de Derecho, mientras que Marruecos es una dictadura teocrática dentro de la órbita islámica con todo lo que ello supone. Sumemos a ese hecho la ocupación ilegal del Sáhara que lleva a cabo el Estado marroquí y los constantes problemas que provoca la existencia de un tráfico de drogas y de seres humanos con destino a nuestro país, y concluiremos que Marruecos no es precisamente un vecino con el que forzosamente haya "que llevarse muy bien", tal y como repiten los distintos miembros del Gobierno a raíz de la última crisis desatada en la frontera de Melilla.
Por su cercanía hay que mantener unas relaciones correctas con Marruecos, sin que ello implique renunciar a nuestros derechos de soberanía o a realizar las funciones administrativas y policiales que la existencia de toda frontera implica para un país responsable.
Pero es que, además, la historia de las relaciones hispano-marroquíes es una sucesión inagotable de intentonas del sultanato para erosionar la capacidad española de gestionar en el norte de África los asuntos que por derecho le corresponden, embates ante los que no cabe sino oponer una actitud de firmeza proporcional al agravio pretendido con cada tentativa, único lenguaje que el sultán actual y su fallecido progenitor han sido capaces de entender correctamente.
El problema para España es que Zapatero, a diferencia de Aznar en la crisis de la isla Perejil, no está dispuesto a ejercer la más mínima autoridad que el derecho internacional y nuestras leyes le conceden, puesto que su única estrategia en política exterior desde que llegó al poder ha sido siempre la rendición preventiva y la tolerancia sin límites.
El ejemplo de la última crisis desatada por Marruecos en la frontera de Melilla es definitorio de la renuncia de nuestro Gobierno a hacerse respetar en la escena internacional. Al episodio lamentable de utilizar a la corona para solucionar un problema que es exclusiva competencia de Zapatero y su desaparecido ministro de Exteriores, hay que sumar la exigencia de su vicepresidente tercero y algún otro miembro del ejecutivo, dirigida al presidente de aquella ciudad autónoma, de que se abstenga siquiera de denunciar unos hechos cuya gravedad hubieran provocado la respuesta inmediata del gobierno agraviado en cualquier país digno de respeto.
Si Zapatero cree que con la finalización del bloqueo unilateral practicado por Marruecos en la frontera con Melilla el problema de Marruecos está solucionado, pronto tendrá ocasión de comprobar lo contrario. La dictadura marroquí está dispuesta a seguir un camino de hechos consumados cuyo nivel de agresión va a seguir aumentando hasta que España decida plantarse y defender tanto sus fronteras como la economía y la libertad de sus ciudadanos en Ceuta y Melilla. Por desgracia eso no ocurrirá mientras gobierne José Luis Rodríguez Zapatero. Si hay alguien consciente de esa evidencia, ese es Mohamed VI.