España como souvenir
Curiosamente, suscita mayor atención y controversia la represión de los toros en Cataluña que la que allí se dirige, desde tiempo ha, contra la lengua común. Así nos va.
En abril de 1991, la comunidad autónoma de Canarias prohibió las corridas de toros sin que los periódicos nacionales le dedicaran una línea al asunto. El promotor de la proscripción es hoy un diputado del Partido Popular que no se arrepiente de su iniciativa, aunque fallara en el propósito de acabar con las peleas de gallos, de gran arraigo en las islas. Nadie vio en aquella decisión un deseo de marcar distancias con el resto de España. Los toros no gozaban allí del favor popular, igual que ocurre en tantos otros lugares. En realidad, no era necesario prohibirlos, como tampoco era necesario hacerlo en Cataluña.
Siempre me ha parecido un espectáculo cruel, el de las corridas de toros. Mi sensibilidad, urbanita y ñoña, me impide disfrutar de los innegables valores estéticos asociados a la tauromaquia. Pero tengo la certeza de que el nacionalismo, el catalán como otros, no la rechaza por compasión hacia las reses, sino para dar cuerda a su cansina cantinela de que Cataluña no es España, como si España pudiera encerrarse en el cliché de toros y flamenco que con tanta gracia kitsch representan las figuritas de las tiendas de souvenirs; las de las Ramblas, sin ir más lejos. De ahí que esos antitaurinos sobrevenidos no estén por liquidar las tradiciones que consideran "propias", aunque entrañen maltrato a los animales. Quieren fabricar un "hecho diferencial" y ocultan toda una historia de afición taurina catalana.
Esa contumaz pretensión nacionalista pervierte la discusión sobre las corridas de toros, que tiene –la discusión– larga tradición en España. En todas las épocas ha habido partidarios y adversarios. Y los adversarios no eran, por serlo, menos españoles. Pero en torno a la catalana ha surgido, como contestación, otro reduccionismo identitario, que hace de los toros una cuestión de política nacional con mayúsculas. Por tradicional que sea, no es más que un espectáculo y no será por el declive de la afición taurina ni aun por su desaparición, que España vaya a dejar de ser España. Curiosamente, suscita mayor atención y controversia la represión de los toros en Cataluña que la que allí se dirige, desde tiempo ha, contra la lengua común. Así nos va. En cualquier caso, flaco favor nos hacen los prohibicionistas catalanes. La alianza de dos fanatismos no podía resultar en nada bueno.
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