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José García Domínguez

El Cordobés prohíbe los toros

¿O acaso existe deporte más genuino de esta pobre península que el de prohibir? Así, contra los toros ya pugnó Jovellanos, que algo de español tenía. Y los prohibió Carlos III. Y Carlos IV ratificaría después el regio repudio a tal práctica.

No frecuento las plazas de toros, como tampoco los lupanares, los platós de TV3 o, en general, todo establecimiento consagrado a zaherir a seres vivos a cambio de dinero. Sin embargo, de ese mi hábito privado no infiero la exigencia de proscribir la televisión nacionalista, o, por más ejemplo, que se le niegue a José Montilla gozar de su única afición conocida, a saber, la lidia de reses bravas. De distinto parecer, sin embargo, es el propio don José, que, lastres de un bachiller precario, presume en la tauromaquia la quintaesencia de lo español; de ahí el entusiasmo inquisitorial del Tripartito con tal de prohibirla en las treinta y ocho comarcas bajo su soberanía.

Un afán represor, el de la Generalidad, parejo a su complacencia con los llamados correbous, garrulo atavismo consistente en atormentar a algún astado para sádico goce de una turba, por lo común, beoda. Clamorosa asimetría moral, ésa tan suya, que deja al desnudo la tartufesca coartada humanitaria en el acoso al toreo. Por lo demás, y frente a lo que barruntan nuestros pequeños polpotistas, la anulación de las corridas supondrá una prueba, otra, de su suprema españolidad. ¿O acaso existe deporte más genuino de esta pobre península que el de prohibir? Así, contra los toros ya pugnó Jovellanos, que algo de español tenía. Y los prohibió Carlos III. Y Carlos IV ratificaría después el regio repudio a tal práctica.

Y hubo de ser un extranjero, José Bonaparte, aquel gran rey, quien los restituyese a la legalidad. Por poco tiempo. Pues al punto serían de nuevo proscritos en las Cortes de Cádiz. Contra el parecer de los diputados catalanes, procede recordar. Que de tal guisa replicó el clérigo murciano Simón López, ancestro de don José en su fanatismo abolicionista, al ilustrado barcelonés Antonio de Capmany, gran defensor de la lidia: "El rufián, la ramera, el idolatra, el comediante, el lidiador ó torero, el luchador ó espadachín, el alguacil de teatros, el flautero, ó guitarrista, ó lirista, ó baylarin, el sodomita, el libertino y licencioso, el charlatán ó histrión, el encantador y agorero, el que vive como gentil, el que frecuenta los espectáculos teatrales, las venaciones, ó toros, carreras, luchas, etc. ó dexen esto, ó no sean admitidos al bautismo, dice San Clemente". Prohibir, prohibir, prohibir... ¿Acaso cabrá ser más castizo?

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