En Los 39 escalones, gran película de Hitchcock basada en la novela de John Buchan, hay una escena descacharrante. El protagonista, Richard Hannay, se mete, en su huida, en el local donde se celebra un mitin. Ahí le confunden con uno de los oradores esperados y le empujan al escenario para que pronuncie un discurso. Hannay no tiene ni idea de qué va el acto y dice lo primero que se le ocurre, pero su arenga enfervoriza a los congregados. Si no fuera por que la policía le detiene, le hubieran hecho candidato y quizás habría llegado a presidente. Esa hipotética cadena de accidentes puede ocurrir en la vida real y, entonces, deja de tener gracia.
El aniversario de la elección de Zapatero como secretario general del PSOE me ha recordado aquella escena. Un oscuro diputado, que no había gestionado ni un ayuntamiento, del que nada se supo mientras ocupaba su escaño, sin currículo profesional digno de mención, fue encumbrado al liderazgo. Fue y no fue un accidente. El lobby de los socialistas catalanes resultó decisivo. Le eligieron para que no saliera otro. Optaron por el más manejable. Casualidad que, en vísperas de la efeméride, ZP recibiera con honores de estadista (en apuros) a Montilla, el sucesor de quien le colocó en el cargo. Por cierto, cría cuervos.
Cuando un partido prefiere como dirigente a un don nadie, cuando presenta como candidato a presidir el Gobierno a un individuo inexperto, es que falla de raíz casi todo. La Moncloa no es el lugar para aprender el oficio. El riesgo es enorme y el desastre, seguro. Así lo atestiguan las ruinas humeantes de las dos grandes aventuras de Adán Zapatero: la negociación con ETA y el Estatuto. Por no hablar de economía. Pero el atrevimiento de la ignorancia sólo explica parte de la historia. Aunque saludado como un renovador, Zapatero es un producto genuino del PSOE, criado en los clichés y tópicos del rígido universo progre, pero sin el pragmatismo de sus predecesores.
El periplo político de aquel desconocido demuestra que no hace falta disponer de especial capacidad y preparación para ser presidente en España. Más aún, que la carencia de tan básico equipaje es un mérito y no una deficiencia. No extrañe que nuestro hombre prometiera que el poder no iba a cambiarle. Es la resistencia adolescente a la experiencia y la madurez. Lo inquietante es que, en efecto, no ha cambiado.