Allá por el siglo XVI, y tratando de ingeniar algún modo de ganarse la vida, al licenciado Poza no se le ocurrió nada mejor que inventar la raza vasca. Surgidos sin mácula de Babel, a decir de aquel pícaro de Orduña, sus paisanos se habrían plantado en España limpios todos de la menor mezcla con las sangres impuras de judíos, mahometanos y demás ralea; una higiene étnica cuyo supremo aval lo constituía el uso del eusquera. Y tan estricta profilaxis, según su descubridor, era acreedora de un premio regio; a saber, la sustitución en los oficios de pluma (notarios, secretarios, administradores...) de los hebreos, legión en tales menesteres, por los más genuinos españoles de pura cepa, esto es, por vizcaínos como el mismo Poza, en realidad un converso. Tal que así, al tiempo que el antisemitismo y la obsesión por la pureza de sangre, iría en aumento la nómina de los vascos empleados en la burocracia imperial. Que de aquellos polvos, estos anasagastis.
Cinco siglos después, en el supermercado de la esquina, inopinada, una novedad me alerta de que el espectro del licenciado no ha de andar muy lejos. Las cajeras, los reponedores, también el encargado, inmigrantes sudamericanos sin excepción, han desaparecido del paisaje al súbito modo. Tan perpleja como yo, una clienta no tarda en revelarme lo sucedido. "Los han echado por lo del catalán", me susurra. "Lo del catalán", aclaro, es el millón de euros de multa con que José Montilla garantiza el inalienable derecho de los nacionalistas a no ser atendidos jamás en español. Una alergia gramática que acaba de ser elevada a rango de ley en el parlamento doméstico
Por lo demás, basta con entender apenas un párrafo de Argumentos para el bilingüismo, lúcido ensayo de Jesús Royo Arpón, para descifrar al punto el enigma lingüístico catalán. En concreto, éste:
El idioma, que estaba en las últimas y a punto de ser abandonado como un trasto inútil, de repente se tornó muy útil: funcionó como marca diferencial entre los nativos y los forasteros. Y eso, evidentemente, tenía consecuencias en cuanto al reparto de los bienes sociales, o sea, del poder (...) Los que tenían el catalán como lengua materna comenzaron avalorarlo como una marca entre ‘nosotros’ y ‘ellos’. Y el inmigrante lo valoraría aún más, como el medio para ascender un peldaño en la escala social.
Así de simple. Así de triste.