Por lo amplio de su muy hidratado perímetro, un rostro destacó el sábado pasado en medio de aquella turba iconoclasta que berreaba improperios contra España y su Constitución. Arremolinada en feliz promiscuidad con quienes prenderían fuego a la bandera nacional para porcino jolgorio de la concurrencia, inconfundible, aquella enorme, inmensa, descomunal cara, tan radiante que brillaba más que el sol, no era otra que la de Joan Rosell, el señorito de Fomento del Trabajo, la patronal catalana.
Y es que al ínclito Rosell, como a sus pares Carod y Montilla, el principio de legalidad le trae sin cuidado. Fiel a la más genuina tradición de la burguesía doméstica, don Joan se conduce por la vida sólo obedeciendo al célebre aforismo del gran Xavier Cugat: "Soy catalán, siempre estoy con los que mandan". A imagen y semejanza, por cierto, de sus venerables ancestros, los patricios que le pagaron la guerra a Franco antes de quedar todos medio tullidos por el insano exceso de genuflexiones durante las audiencias del dictador. Así, Rosell, como ellos, servil hasta la náusea con el poder. Había que ver a tan ilustre socio del Círculo Ecuestre en medio del aquelarre independentista: apenas le faltaba una chupa de cuero repleta de tachuelas, un par de botas paramilitares y unas mallas con tal de pasar por un temible agitador antisistema.
Patéticos, he ahí los últimos restos de una clase que alguna vez se quiso dirigente. Por algo, ese lugar común periodístico, el que apela con reverencial respeto a la figura de "un importante empresario catalán", hace años que dejó de compadecerse con la realidad. Porque ya no existe absolutamente nadie capaz de aunar las tres cualidades en su persona. Aquí y ahora, si un empresario es importante, seguro que no es catalán; y si es catalán, seguro que no es importante. Al cabo, lo único que queda por estos lares son algunos medianos fabricantes sin importancia alguna, amén de unas docenas de altos ejecutivos ajenos a la propiedad y, por tanto, carentes de todo poder de decisión en las corporaciones que les pagan su soldada. A tan gloriosas cumbres de la nada nos ha llevado un cuarto de siglo de caciquismo intervencionista disfrazado de nacionalismo de pandereta. Pobre Rosell, acabará fatal de la espalda.