Que se cumpla la ley, incumpliéndola
Pedir que se cumpla la ley incumpliéndola es el último aporte de una izquierda, la española, asediada por las circunstancias, por su propia ineptitud y por un horizonte electoral cada día más desesperanzador.
La aprobación del Estatuto de Zapatero por parte del Tribunal Constitucional ha creado una, no por esperada, menos curiosa situación. El tripartito al completo ha cerrado filas junto a Convergencia y Unión para oponerse a la sentencia que da por válido el 90% de un Estatuto que, hace cuatro años, fue ignorado ampliamente por el electorado catalán. La reclamación de la casta política catalana, probablemente la más desprestigiada de toda España –y a la participación electoral nos remitimos– es que se cumpla el Estatuto, es decir, la Ley, que salió del Parlamento regional. Para ello piden, y lo hacen formalmente, que la Ley, la otra, la emanada del Constitucional, deje de cumplirse. Una paradoja que muestra el grado de chifladura al que la política española, sitiada por la crisis y el descrédito, está llegando.
Los más radicales incluso apelan a crear una legalidad alternativa que sea específicamente catalana, es decir, la secesión de facto, extremo éste proscrito no ya por la legislación española, sino por la de cualquier Estado soberano. Pero los mismos que piden abiertamente la secesión y la creación de una nueva legalidad, se manifiestan a favor del cumplimiento íntegro del Estatuto –que sobre el papel no es secesionista– y en contra de cumplir la sentencia del Constitucional. La retórica con doble y triple sentido pocas veces había llegado a tales niveles de perfección como los que está alcanzando estos días dentro de los edificios oficiales de Cataluña.
Si todo este sinsentido victimista lo aliñamos con la reinvención del enemigo de Cataluña personificado en un PP que ha preferido no comparecer, es fácil hacerse una idea del desquiciamiento que preside hoy la política catalana. Tanto Montilla como sus socios y los aspirantes de CiU necesitan exacerbar a la desesperada el sentimiento nacionalista para justificarse a sí mismos rearmándose de ideología, al tiempo que pavimentan la campaña autonómica en la que el minúsculo recorte del Estatuto será el gran protagonista. El panorama pinta, por lo tanto, bastante negro en Cataluña como para que Zapatero y el PSOE sigan observando complacidos lo que consideran una gran victoria personal del mentor del Estatuto.
Sin llegar a revestir la gravedad del conflicto de primer orden que se avecina en Cataluña, la huelga salvaje en el Metro de Madrid pone a los huelguistas frente a una contradicción similar. Piden que se cumpla una ley, en este caso el convenio colectivo, quebrantando dos leyes mucho más importantes, la referente al cumplimiento de los servicios mínimos y la del derecho al trabajo de los que, queriendo trabajar, no han podido hacerlo por las amenazas e intimidaciones de los piquetes sindicales.
El conflicto laboral abierto por sorpresa, con trasfondo político y una virulencia desconocida desde la Transición, tiene como único responsable a un comité de empresa echado al monte, radicalizado y en absoluto abierto al diálogo. Como en el caso catalán, para los que convocaron y mantienen la huelga del Metropolitano sólo existe una salida a la situación actual: imponer su criterio al ciento por ciento. Eso no es negociar por muchos chillidos que los jefes de la asonada sindical den en las asambleas.
Pedir que se cumpla la ley incumpliéndola es el último aporte de una izquierda, la española, asediada por las circunstancias, por su propia ineptitud y por un horizonte electoral cada día más desesperanzador.
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