La Comunidad de Madrid es una de las regiones más saneadas de España y, con mucha diferencia, la que padece un menor déficit en las cuentas públicas. Es un claro ejemplo de gestión eficiente y austera en unos momentos en los que cuadrar las cuentas es fundamental para la credibilidad de nuestra economía. El caso contrario lo encontramos en el Ejecutivo de Zapatero: manirroto hasta las cejas, se vio forzado en mayo a aplicar un duro –e insuficiente– plan de ajuste que, entre otras medidas, contemplaba una reducción media del 5% en los salarios de los empleados públicos.
La respuesta sindical a ese plan de ajuste se difirió hasta el 29 de septiembre, bien alejado de la conclusión de este desastroso semestre de presidencia de la UE y diluido en una convocatoria general de los sindicatos europeos. Sin embargo, tan pronto como el gobierno de la Comunidad de Madrid implementó el recorte salarial que le impuso Zapatero, UGT y CCOO no han vacilado un instante a la hora de "reventar" la ciudad y los aledaños de Madrid con una huelga "salvaje" que ha obligado a paralizar por completo el servicio público de metro.
Los huelguistas no sólo han incumplido los servicios mínimos obligatorios, sino que han impedido que otros los cumplieran a través de esa figura con tintes mafiosos de los "piquetes informativos". No debería ser necesario recordar que el derecho de huelga implica tanto el derecho a hacer huelga como a no hacerla y los piquetes para lo único que sirven es para impedir esa segunda manifestación del mismo.
Son ocasiones como ésta las que nos recuerdan la urgente necesidad de regular y actualizar mediante ley orgánica el derecho de huelga, prohibiendo la figura de los piquetes y derogando ese decreto preconstitucional del todo caduco y desfasado que lo rige hoy. Los piquetes informativos bloqueando las puertas de las empresas no tienen ningún sentido en pleno siglo XXI, cuando la información fluye con absoluta rapidez y llega a cristalizar incluso en forma de manifestaciones "espontáneas" convocadas por SMS; una práctica en la que la izquierda alguna experiencia posee.
Menos sentido tiene, si cabe, que un conjunto organizado de trabajadores sea capaz de secuestrar una empresa y con ella al conjunto de madrileños. Al margen de la discusión sobre el papel que debería jugar el derecho de huelga en una sociedad más liberal que la nuestra, resulta claro que el privilegio de incumplir con las obligaciones laborales sin ser ni despedido ni repuesto no puede ser absoluto. ¿Qué sucedería ante una huelga total e indefinida de médicos, policías, distribuidores, transportistas o suministradores de electricidad? Probablemente viviríamos un caos que haría empequeñecer al que se vivió ayer en Madrid. Si los mercados son capaces de proveer las necesidades básicas de los agentes es porque pueden distribuir rápidamente los recursos escasos hacia sus usos más valiosos, pero el derecho a una huelga ilimitada simplemente interrumpe este proceso y condena a la sociedad a la carestía y al desabastecimiento.
Los servicios mínimos no pueden incumplirse bajo ningún concepto al amparo del derecho de huelga. Mucho menos cuando se trasviste de huelga económica lo que no es más que una huelga política contra el Ejecutivo de Aguirre. Es por ello que ha llegado el momento de hacer lo que Reagan con los controladores aéreos en 1981: comenzar a enviar cartas de despido a todos aquellos que no cumplan siquiera con sus compromisos laborales mínimos.
A la izquierda y a la derecha de este país siempre les ha gustado pastelear con los sindicatos. Ante la más parca embestida, han comenzado a negociar y a ceder hasta terminar convirtiendo a los sindicatos en un poder más del Estado. Es el momento de acabar con esta dinámica, pues los próximos años serán ejercicios de ajustes muy duros para evitar el colapso de la economía nacional y no podemos permitirnos el lujo de que los sindicatos saboteen cualquier decisión acorde al sentido común.
La Comunidad de Madrid debe mantenerse firme y no ceder en ningún momento. Necesitamos a un Reagan o a una Thatcher que devuelva un poco de cordura a este país. De momento, Esperanza Aguirre no parece haber caído en la tentación típicamente arrioliana o gallardonita de sacrificar el bienestar de los ciudadanos en beneficio de los grupos de presión y de la dictadura de lo políticamente correcto. Esperemos que no cambie de opinión. Muchos madrileños, sobre todo los de filiación más liberal, la votaron precisamente para que haga lo que está haciendo: defender a los ciudadanos de la rapiña política y sindical.