La capilla de mi facultad
La constitución actualmente vigente valora la dimensión religiosa del ciudadano y, en ese sentido, qué mejor muestra de cooperación que la de dejar en paz unas actividades religiosas que llevan practicándose en ese lugar desde hace más de cincuenta años.
La Junta de la Facultad de Geografía e Historia de la Universidad Complutense, que es donde yo trabajo, acordó solicitar a la Gerencia de la Universidad que inicie los trámites correspondientes ante "las autoridades religiosas de la Iglesia Católica" (sic) para cerrar la capilla existente en la facultad. El acuerdo se tomó por 37 votos a favor y 13 en contra, más unos pocos en blanco porque nunca faltan exquisitos en este tipo de reuniones.
La propuesta había aparecido enmascarada en el orden del día bajo el epígrafe de "reorganización y usos de los espacios de la facultad" pero terminaría por saberse que se trataba de otro asunto porque, dos días antes de la reunión, se desvelaría el verdadero propósito a través de un email del secretario de la facultad en la que fundamentaba la propuesta con la primera frase del artículo 16.3 de la Constitución, el que afirma que ninguna confesión tendrá carácter estatal.
Se trataba, por tanto, de una iniciativa encomiable ya que suponía –nada más y nada menos– que aplicar la Constitución. Nunca había habido una distribución de despachos en mi facultad que tuviera un fundamento tan excelso. Además, así podríamos echar una mano a nuestro Tribunal Constitucional, que lleva ya unos cuantos años tratando de juzgar la constitucionalidad de un cierto estatuto.
Prueba de la importancia del asunto es que los representantes de los estudiantes que se consideran progresistas pidieron en la junta que se adelantara la votación de esa propuesta porque tenían que irse a un examen. Y la junta, cómo no, accedió al cambio del orden del día cuando fue consultada por el decano.
Hubo un profesor que señaló que el párrafo tercero del artículo 16 de la constitución no consiste sólo en su primera frase, sino que tiene una segunda en la que se pide a los poderes públicos que tengan en cuenta las creencias religiosas de la sociedad y, por si no quedara suficientemente claro, les pide que mantengan relaciones de cooperación con la Iglesia Católica –que se cita nominalmente– y con las demás confesiones.
Esto significa, aunque muchos pretendan no saberlo, que la constitución actualmente vigente valora la dimensión religiosa del ciudadano y, en ese sentido, qué mejor muestra de cooperación que la de dejar en paz unas actividades religiosas que llevan practicándose en ese lugar desde hace más de cincuenta años. Me cuesta mucho creer que mis compañeros de junta pusieran tanto empeño en suprimir los locales de cualquiera de las muchas actividades deportivas o culturales que han encontrado cobijo en nuestra facultad.
Lo más lamentable, con todo, es que en una facultad de humanidades se adoptase una decisión sin que apenas hubiese debate sobre papel que la religión debe tener en la vida de los ciudadanos. ¿Para qué preguntarles a muchos de los que allí se sentaban quién es Marcello Pera?
Aparte del profesor antes aludido sólo se produjo la intervención de otro profesor, que trasladó un acuerdo casi unánime de su Departamento en contra del cierre y de una profesora que pronunció un discurso sesentayochista, sobre el nacionalcatolicismo y todo eso, que trasladó a alguno a los debates de hace más de treinta años. Además de ellos, hubo un alumno que se opuso al cierre y una alumna que apoyó la medida y se felicitó de que se suprimiese cualquier signo de vida religiosa en la facultad. Por lo menos, no le faltó sinceridad para decir abiertamente lo que algunos otros tal vez buscaban con la medida.
La votación transcurrió por los cauces previstos y ya les conté el resultado al principio. Nada que pueda resultar sorprendente en la universidad que tenemos.
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