El relevo de un general que está al frente de las operaciones de una fuerza aliada en un campo de batalla es siempre un hecho relevante. En este caso el cambio se enmarca en un conflicto mediático: la publicación de unas declaraciones despectivas sobre destacadas figuras políticas y militares norteamericanas. No tengo la menor duda de que el presidente Obama tenía que cesar al responsable de esas declaraciones, que contravienen los principios que deben regir la relación entre civiles y militares, así como la lealtad de un alto cargo respecto de sus superiores. Al mismo tiempo, estoy casi convencido de que esas declaraciones no son casuales. Supuse que McChrystal presentaría su dimisión antes de Navidad del pasado año, inmediatamente después del discurso del presidente Obama ante los cadetes de la Academia de West Point. No lo hizo cuando tocaba y de la forma correcta. Sospecho que el artículo publicado en la revista Rolling Stone es su peculiar forma de hacerlo, a destiempo y sin la elegancia que su impresionante biografía exigía. Aún así su brillante carrera militar continuará siendo un modelo y un ejemplo para las nuevas generaciones de oficiales.
McChrystal se va porque no cree en el trabajo que está haciendo, porque sabe que se está exponiendo inútilmente la vida de muchos soldados, porque ve cómo los talibán han comprendido las vulnerabilidades de su enemigo y están consolidando su victoria. Como comandante tuvo que presentar al presidente y al Congreso una estrategia para lograr la victoria. Se aceptaron sus principios, pero su desarrollo se abortó desde la Casa Blanca al establecer conscientemente dos premisas contradictorias con los citados principios: se enviarían sólo treinta mil hombres de refuerzo y el redespliegue comenzaría a mediados de 2011. McChrystal trataba de aplicar en el teatro afgano la nueva estrategia contrainsurgente elaborada bajo la dirección del general Petraeus y que tan buen resultado había dado en Irak, donde ambos generales trabajaron codo con codo. Entonces Bush les había concedido lo que le habían pedido: más hombres y un tiempo indefinido. El redespliegue se haría cuando la situación estuviera controlada y las fuerzas armadas y de seguridad iraquíes pudieran garantizar el orden. En el pasado otoño Obama, un opositor radical a la política de su predecesor, en coherencia con su programa y sus compromisos políticos, sacrificó la victoria en Afganistán en beneficio de sus expectativas electorales. El nuevo presidente no quería tener que presentarse a la reelección con el teatro afgano abierto y rechazaba la idea de convertirse en un nuevo Bush, pero tampoco quería aparecer como el responsable de una derrota. Haciendo un nuevo alarde de capacidad para la comunicación y de carencia de escrúpulos morales aceptó públicamente el plan McChrystal, cercenó a continuación su aplicación y situó al general y al presidente afgano como primeros responsables de lo que allí ocurriera ante el Congreso y la opinión pública.
McChrystal ha aguantado medio año y al final la tensión ha estallado. El discurso de Obama se resquebraja. Se hacen públicas las diferencias en el seno de su equipo y la solución al relevo forzado suena a huida hacia adelante. Las Fuerzas Armadas estadounidenses están organizadas en mandos, unos de carácter territorial y otros temático. El general Petreaus es el comandante del Mando de Asia Central –Central Command o CETCOM– y, por lo tanto, superior inmediato del comandante de las fuerzas desplegadas en Afganistán, fuerzas que se sitúan dentro del paraguas de ese Mando. Lo lógico y previsible es que se hubiera nombrado a un teniente general del Ejército de Tierra o de Infantería de Marina que, en un tiempo breve, dada la relevancia del puesto, hubiera sido ascendido a general. El reunir en una sola persona ambas responsabilidades supone reconocer que no hay un teniente general en condiciones de hacerse cargo de las operaciones en Afganistán o, como es de temer, que Obama trata de parapetarse tras la figura militar más prestigiosa del momento, el general David Petraeus, ante el desastre que se avecina. Veremos cuál de los dos tiene más cintura.
El affaire McChrystal tiene muchas lecturas, pero una es más relevante que las otras: la campaña que se está desarrollando en Afganistán está abocada al fracaso por la prevalencia de intereses políticos del presidente Obama, contradictorios con los fundamentos de la estrategia formalmente aprobada. Esto resulta evidente para todos los actores en el teatro afgano y, como es comprensible, produce graves tensiones entre los militares y los políticos. La bronca no ha hecho más que empezar.