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José García Domínguez

El precio de los políticos

Nada hay más popular entre el paisanaje patrio que abjurar a voz en grito de los "los políticos", hasta la nausea. Así, sin matiz ni distingo alguno, condenándolos a la hoguera a todos, juntos y revueltos en abigarrado aquelarre.

Miguel Boyer, que a sus setenta y un años ya se sabe impune para decir en público lo que en verdad piensa, acaba de augurarlo con desolada lucidez: "Si se siguen bajando los salarios o manteniendo los que hay ahora en la alta administración, pronto sólo llegarán los analfabetos a la dirección del Gobierno". Y, veladas alusiones al margen, lleva el hombre más razón que un santo de palo. Aunque no corre el más mínimo riesgo de que se le atienda, claro. Pues, la cuestión, como es sabido, constituye anatema. Al cabo, nada hay más popular entre el paisanaje patrio que abjurar a voz en grito de los "los políticos", hasta la nausea. Así, sin matiz ni distingo alguno, condenándolos a la hoguera a todos, juntos y revueltos en abigarrado aquelarre.

Una soberana arbitrariedad muy celtíbera, ésa, que, entre otros despropósitos, ayuda a que los mejores no recalen en el sector público. Algo hay, por lo demás, en la trastienda psicoanalítica de resentimiento tan extendido que apela a la idiosincrasia profunda de la sociedad española, algo que conecta con un atavismo igualitario que no tolera bajo ningún concepto la excelencia individual. ¿Cómo explicar, si no, la numantina resistencia a que la soldada de los gestores estatales se compadezca en algo con la alta responsabilidad que implica su función? Al contrario, entre nosotros, se presume lógico y natural que quienes manejan presupuestos superiores a los de muchas multinacionales cobren lo mismo que cualquier agente de seguros medianamente espabilado.

Nadie lo dude, aquí estallaría otro motín de Esquilache si, por ventura, el Gobierno diese en levantar el secreto de Estado sobre el estipendio que percibe Mafo en el Banco de España. Y es que gusta lo barato. De ahí el surtido de saldos que nos viene regalando la partitocracia reinante: los montillas, las leires, los blancos, los bárcenas, las bibianas, los chaves; hijos putativos todos de las listas herméticamente cerradas, bloqueadas, atrancadas y atornilladas por los aparatos. Igual que su tragicómico corolario: la devaluación de la clase dirigente a extremos inimaginables hace apenas una década, con esa distorsión hasta el puro esperpento de los principios meritocráticos que rigen la selección de las elites en cualquier rincón del orbe más o menos civilizado. Lo pagaremos caro (aún más). 

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