Los gobiernos de Rodríguez Zapatero representan, por muchas razones, el fin de un ciclo que se inicia con la coronación de Juan Carlos de Borbón como Rey de España y se cierra con el atentado del 11-M. Si nos centramos en el ámbito de la política exterior, vemos que ese ciclo estuvo marcado por el objetivo patriótico de "situar a España en el lugar que le correspondía" en el concierto de las naciones. Éramos una sociedad acomplejada porque no habíamos sido capaces de vivir en democracia, de generar un desarrollo económico semejante al de nuestros vecinos, de tener un "estado de bienestar" comparable ni, sobre todo, de estar en la cocina de la política internacional. La España de Franco era una apestada y los españoles de 1975 querían superar esa situación incorporándose plenamente a los organismos donde se tomaban las decisiones clave.
Los gobiernos de Suárez y, sobre todo, los de Calvo-Sotelo, González y Aznar se pusieron manos a la obra para lograr ese objetivo común y no hay duda de que lo lograron. No veían el papel de España en el mundo de la misma manera, había sensibilidades distintas sobre cómo tratar a una dictadura de izquierdas, la promoción de la democracia o los mercados abiertos, pero coincidían en que España debía estar en la cocina de la política europea, lograr un nivel de interlocución importante con Estados Unidos, asumir un liderazgo en la comunidad iberoamericana e involucrarse en la política magrebí y de Oriente Medio.
El 11-M produjo un efecto reaccionario en la sociedad española. Sintió miedo por el protagonismo alcanzado, auténtico mal de altura, y muchos concluyeron que el precio a pagar era demasiado alto. La sociedad española, con Zapatero a la cabeza y Rajoy a su espalda, se embarcó en un proceso de marcha atrás, desandando el camino que tanto trabajo nos había costado. Volvimos al "corazón de Europa", es decir a subordinarnos a lo que franceses y alemanes decidieran según sus propios intereses nacionales, pero todo ello teñido de sacrosanto europeísmo. Desde entonces no hemos hecho nada relevante en política europea, salvo poner en peligro la viabilidad del euro.
Hace treinta años, cuando Franco agonizaba entre la expectación de propios y extraños, muchos denunciaban, recogiendo discursos de la época liberal, el ensimismamiento en que había caído la sociedad española. Nos mirábamos el ombligo hasta el aburrimiento. Hacíamos metafísica de una supuesta naturaleza española... cuando lo importante era recuperar el sentido común, asumir una actitud racional, abandonar la secular tendencia a la melancolía y ponernos a trabajar para que España fuera una más en el concierto de las naciones. Si hoy repasamos la prensa española o caemos en la tentación de ver u oír las innumerables tertulias que vertebran la opinión pública española concluiremos que, cual fatídico ciclo, hemos vuelto al principio. De nuevo hemos caído en la melancolía, de nuevo estamos fuera del pelotón de cabeza de la política mundial. Apenas encontramos noticias que nos sitúen en los grandes problemas de nuestro tiempo. Todo es España, la reforma laboral, la inviabilidad de la financiación autonómica, elecciones sí o no... pero casi nada de lo realmente relevante sobre política europea, atlántica o global.
Mientras que en Francia o el Reino Unido se trabaja para definir una estrategia en el medio y largo plazo que les permita seguir gozando de un nivel de influencia relevante, aunque menor que en tiempos pasados, nosotros nos hemos desenganchado de nuestro entorno para perdernos, de nuevo, en los viejos temas: corrupción y caciquismo, la clase política como problema, separatismos y violencia, el fracaso de la educación como motor de la modernización... todo ello en el marco de un estado en descomposición. No hay duda de que Rodríguez Zapatero se ha ganado a pulso un lugar relevante en nuestra historia nacional.