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Alejandro Campoy

Réplica a Agapito Maestre

La reflexión sobre las implicaciones profundas tanto en sus orígenes como en sus consecuencias de la Shoah es algo que Occidente ha abandonado aunque pueda parecer lo contrario.

He releído con atención un par de veces el artículo que el jueves dedicaba Agapito Maestre a los premiados con el Príncipe de Asturias en Comunicación y Humanidades, Alain Touraine y Zygmunt Bauman. Como no puede ser de otro modo, es la lectura que realiza el discípulo del escrito del maestro, con la devoción y admiración debida. Pero sobre un punto el discípulo se permite discrepar del maestro.

Suscribiendo todo lo que Maestre afirma tanto sobre el sociólogo francés como sobre la caída libre de los premios Principe de Asturias, discrepo en lo relativo a Bauman. Cierto es que la actual dictadura academicista mueve a los grandes gurús a empapelar periódicamente a sus audiencias. La excelencia se mide hoy por la cantidad de kilos producidos de papel impreso y la cuantía de conferencias, simposios, congresos, participaciones y premios recibidos.

Pero hay en Bauman una aportación singularísima que para desgracia de todo Occidente no ha sido suficientemente profundizada y desarrollada ni siquiera por el propio autor. Y lo que Bauman puso de manifiesto hace ya más de dos décadas es de una importancia vital para la supervivencia de las llamadas sociedades libres, que de este modo han ignorado temerariamente la presencia de un virus letal latente en su propio seno.

Me refiero a su obra Modernidad y Holocausto, trabajo en el que sólo hay unos esbozos, que luego fueron abandonados quizás por la atracción que nuestro sociólogo sintió por los oropeles y las vanidades del mundo académico-mediático. Se trata de la pervivencia de las estructuras que en Alemania permitieron el nazismo en el interior de las actuales sociedades desarrolladas. Como bien sabe Maestre, esta obra es anterior a todo el proceso de licuefacción de la obra de Bauman.

La reflexión sobre las implicaciones profundas tanto en sus orígenes como en sus consecuencias de la Shoah es algo que Occidente ha abandonado aunque pueda parecer lo contrario. Y Bauman localizó en aquella obra una serie de mecanismos que se activaron durante aquel proceso y que hoy siguen plenamente operativos en nuestras sociedades, tales como los que permiten a ciudadanos normales la producción de la distancia de los sujetos señalados como "externos" a la propia comunidad, los que permiten a funcionarios diligentes convertirse sin apenas consciencia en verdugos implacables y los que dan lugar a la inhibición de la reflexión moral sobre los "otros" en tanto que miembros de la misma especie.

Estos procesos son perfectamente identificables hoy en Cataluña y el País Vasco, y sin embargo no se ha realizado ningún esfuerzo serio a nivel analítico para desenmascararlos y ponerlos encima de la mesa.

Dada mi total desvinculación de entornos académicos y, por tanto, mi ignorancia, sólo conozco otro intento posterior al de Bauman de volver sobre los mecanismos de nazificación operantes hoy entre nosotros, el de Giorgio Agamben en su trilogía Homo Sacer. No puedo tomar demasiado en serio el trabajo de Daniel J. Goldhagen, si bien los estudios de Christopher Brownig también ofrecen aportaciones interesantes.

Por el contrario, todo aquello relacionado con la Shoah ha sufrido un proceso de banalización mediática que ha transformado lo que late en nuestro interior en algo ajeno a nosotros, que como habría dicho Debord, ha sido producido como espectáculo y de ahí, mecancía para el consumo. Con el antecedente de la serie Holocausto, el gran hito de esta banalización fue la película de Spielberg La lista de Schlinder, ante cuya sola producción el propio Elie Wiesel formuló sus quejas más amargas.

Pasear hoy por Auschwitz provoca en el visitante lúcido una sensación de estupidez suicida generalizada: grandes grupos de bachilleres de toda Europa, acogidos al proyecto Comenius, pasean entre risas y chistes por un lugar en el que el silencio debiera ser obligatorio. Sus flashes se disparan sobre el crematorio con la misma naturalidad con la que se dirigirían sobre un hipopótamo en un parque zoológico. No van a Birkenau, y uno, en su irritación, llega a imaginarse que la única visita posible a este agujero negro de la historia sería metiendo a todos estos grupos en un solo vagón de un tren de mercancías y cruzar en él por la noche el portalón de Birkenau hasta el andén donde esperaba Mengele.

Porque hoy la principal conclusión que Bauman expuso ante la comunidad occidental ha sido enterrada incluso por él mismo, por espantosa e imposible de ser asumida por nuestra institucionalizada estupidez: el verdugo podría ser yo, en cualquier momento. Y hoy, cuando se repite como un mantra a diario el terrible tópico de "la ley dice que..." en todos los centros de salud, educativos, administrativos... de toda la geografía europea, sólo puedo recordar la frase con la que se abre el capítulo sobre Milgram en la obra citada: "Sin haberse recuperado por completo de la demoledora verdad del Holocausto, Dwight Macdonald advertía en 1945 que ahora debemos temer más a la persona que obedece la ley que a quien la viola"

¿Acaso existe en algún lugar del mundo un requisito para el acceso a la función pública que permita al aspirante detectar y neutralizar previamente al pequeño Eichmann que lleva en su interior? Imposible, un funcionario con conciencia que cuestione la moralidad de la ley que debe ejecutar supone el colapso de los actuales mecanismos del poder. Y es por eso que las más importantes batallas que se libran hoy en España son las que tienen que ver con la objeción de conciencia. Al menos Bauman lo intentó. Me alegro por este premio.

En Sociedad

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