Quienes hayan leído mi Nueva historia de España habrán comprobado que no planteo los años siguientes a la matanza del 11-M como una simple continuación de la etapa democrática abierta en la transición, sino como un período de involución política emprendida por el PSOE con la pasividad o colaboración del PP. Ello ha originado una profunda crisis política y social que, al combinarse con la económica, está descomponiendo el sistema democrático que, aun si con muchos defectos, había funcionado pasablemente durante un cuarto de siglo, y convirtiendo al país, de momento, en una república bananera coronada. Parece como si, fatalmente, cada sesenta o setenta años, el país sufriera el derrumbe de los intentos de convivir en libertad.
He expuesto muchas veces los síntomas de la actual descomposición, por lo demás bien conocidos, y no los repetiré ahora, pero sí un aspecto del proceso: la escasísima resistencia que la involución ha encontrado en las fuerzas políticas teóricamente opuestas (el PP), las cuales más bien se han ocupado de asfixiar la resistencia espontánea y dispersa de la sociedad. ¿A qué obedecen estas actitudes? Creo que su causa más profunda se halla en la casi generalizada ignorancia de la propia historia de España, ignorancia combinada con tópicos falsos. Un desgraciado fenómeno que no solo se da entre la gente común, sino, más todavía, entre los universitarios. Me gusta repetir la advertencia de Julián Marías: "el PSOE tiene una visión negativa de la historia de su país". Negativa y tergiversada, lo que tiene sus consecuencias, pues genera una falta de autorrespeto y, al extenderse como lo ha hecho en estos años, abre el camino a la demagogia más barata, bajo la convicción de que cualquier cosa nueva puede venir bien, al menos comparada "con lo que hubo".
Los errores corrientes en torno a nuestro pasado son numerosísimos: sobre el origen de España y su carácter cultural (se confunde a menudo geografía y cultura, incluso entre quienes menos cabría esperar); sobre la importancia del reino visigodo; el carácter de la lucha entre los reinos cristianos y los musulmanes en la península; la Inquisición y la expulsión de los judíos; el muy peculiar imperialismo español en Europa y la conquista de América; la decadencia, explicada habitualmente de las maneras más pintorescas; el problema de la revolución industrial, la revolución "burguesa" y la democracia; la interpretación de la Restauración y de la II República, del franquismo y la transición, de los nacionalismos regionales, etc. Los errores suelen ser de dos tipos: acerca de los datos mismos, mal cuantificados o precisados; y en el análisis y valoración de los hechos, a menudo muy arbitraria.
Sobre todas estas y otras cuestiones creo haber probado en el citado libro que las ideas hoy más frecuentes son, por así decir, susceptibles de corrección o mejora. Por supuesto, no pretendo tener la verdad absoluta, y lo ideal sería un amplio debate, indicio siempre de vitalidad intelectual. Me temo, sin embargo, que, como en otras ocasiones, no se producirá, dado el muy mediocre ambiente cultural del país, sumido en una mezcla de barata corrección política (a derecha e izquierda), muy interesada en silenciar cuanto se salga de unos carriles preestablecidos, pese a la evidencia de la corrosión y deterioro de los mismos. Aun así, quién sabe...
La crítica, por dura que resulte, es conveniente, incluso regeneradora; pero deja de serlo si se basa en la desvirtuación y falsa valoración de los hechos. No se puede pintar de rosa lo que evidentemente es negro, pero lo contrario resulta mucho más contraproducente. Ninguna sociedad puede sostenerse con una visión negativa y falseada de sí misma, pues ella conduce a la pérdida de la identidad colectiva y a la disgregación. Esto último viene ocurriendo en demasía, y uno de sus efectos consiste en paralizar la reacción a las demoledoras demagogias en curso.