La epidemia que nos mata
Desde hace tiempo, los sistemas sanitarios se han convertido en auténticos Titanic que se dirigen casi irremisiblemente al iceberg de la hiperinsulinemia y en un mar de grasas Omega 6.
Contaba la antigua mitología griega la historia de la Hidra de Lerna, un monstruo acuático con múltiples cabezas al que Hércules tuvo que enfrentarse en uno de sus doce trabajos. Para intentar derrotarla, éste fue cortando sus cabezas con una hoz, pero al advertir que por cada cabeza cortada le salían dos nuevas, tuvo que pedir ayuda a su sobrino Yolao. Finalmente consiguieron vencer a la Hidra cuando descubrieron su única cabeza inmortal y se la arrebataron. El mito de la Hidra de Lena es una perfecta metáfora de las enfermedades crónicas que han llegado a convertirse en una epidemia. Pensemos en la diabetes, la enfermedad cardiovascular o el cáncer, problemas típicos de la moderna civilización. La medicina convencional generalmente ha abordado estas enfermedades del mismo modo que Hércules empezó atacando a la Hidra: un tratamiento distinto para cada enfermedad. Pero como acabó descubriendo Hércules, sólo atacando la cabeza inmortal, la medicina puede abordar de una vez todas las enfermedades de la civilización. Dicha cabeza inmortal es la hiperinsulinemia, esto es, el exceso crónico de insulina debido al sobreconsumo de hidratos de carbono.
El Dr. Raphael DiFonzo, experto en el metabolismo de la insulina, empleaba para explicar este problema la siguiente imagen: un gran iceberg representa en su pequeña parte superior y visible la hipertensión, la diabetes, la enfermedad cardiovascular y los valores anormales de colesterol. Por su parte, la enorme parte sumergida y oculta representa la hiperinsulinemia. Es el mismo Síndrome X del que habló el Dr. Gerald Reaven en un artículo publicado en 1988 en Diabetes y que ha pasado a la historia: "La característica principal de este síndrome es la resistencia a la insulina. Todos los demás cambios observados son secundarios en relación con este desorden".
En los años 90 especialmente empezó a reconocerse que quizás la hiperinsulinemia era en realidad causa de un problema general más relevante y omnicomprensivo: la inflamación. Fueron los antiguos romanos, gracias al médico Celso hacia el siglo I, quienes definieron la inflamación como enrojecimiento, tumefacción, calor y dolor. Esta es la inflamación ‘clásica’, sin embargo a la que me refiero es una inflamación ‘silenciosa’, una inflamación crónica a nivel celular y que no notamos. Quizás necesites incluso unas décadas, pero es cuestión de tiempo que se traduzca en un cáncer, diabetes o un ataque al corazón. En el entendimiento de la inflamación es imprescindible hablar de los eicosanoides. En 1982, el Premio Nobel de Medicina fue otorgado a Samuelsson, Vane y Bergström por el descubrimiento de estas hormonas, y si te preguntas por qué funciona la aspirina es porque altera tu nivel de eicosanoides. Todas las células del cuerpo producen eicosanoides constantemente, y hay decenas de grupos eicosanoides; lo importante es que todos ellos pueden agruparse según su acción en pro o antiinflamatorios. Los proinflamatorios reducen la resistencia física, incrementan el dolor, estrechan las arterias, favorecen la acumulación de placa arterial, animan la extensión tumoral... mientras los antiinflamatorios tienen la acción opuesta. Controla los eicosanoides y controlarás tu futuro.
En los años 80, un científico propietario de múltiples patentes farmacológicas y fascinado por los eicosanoides, lo abandonó todo para hallar el modo de controlarlos. En el fondo, el Dr. Barry Sears quería salvar su vida de los ataques cardíacos que habían matado a su padre y sus tíos y ya le habían llevado a él al hospital. Y el tiempo corría mientras en 1985, el Nobel de Medicina fue a parar a dos científicos que entre otras cosas habían estudiado la influencia de la insulina en el metabolismo del colesterol. Fue un toque de atención cuando a finales de los 80, el Dr. Sears se topó con una información crucial en sus largas horas buscando entre cientos de libros de la biblioteca: la insulina alta estimulaba los eicosanoides proinflamatorios. Por otra parte, sabía que el Omega 3 EPA los inhibía y corroboró cómo los Omega 6 los activaban. La conclusión fue prodigiosa: podíamos controlar la inflamación en millones de células a través de los alimentos.
Fue entonces cuando diversos científicos empezaron a encajar todas las piezas del puzle que configuró una perfecta tormenta nutricional. A un creciente consumo de proinflamatorios aceites vegetales ricos en Omega 6 (aceite de girasol, maíz y soja) se le sumó el radical aumento en las últimas décadas en el consumo de carbohidratos refinados y azúcar, que estimulan la insulina, así como un descenso en los antiinflamatorios Omega 3 provenientes del pescado. Con semejante cóctel inflamatorio, lo extraño habría sido que no se hubieran disparado durante todo el siglo XX enfermedades crónicas como la cardiovascular, el cáncer o la diabetes. Lo trágico de todo esto es que dicha dieta proinflamatoria la adoptó la población "porque era buena para nosotros". Al menos desde los 70, EEUU exportó como dieta oficialmente sana una basada en gran cantidad de hidratos de carbono y, cegados por el colesterol, se consideraron las margarinas y las grasas vegetales en general como saludables porque, en efecto, dichas grasas poliinsaturadas Omega 6 tienden a reducir el colesterol.
Desde hace tiempo, los sistemas sanitarios se han convertido en auténticos Titanic que se dirigen casi irremisiblemente al iceberg de la hiperinsulinemia y en un mar de grasas Omega 6. El resultado no será nada agradable. Mientras los líderes políticos y sanitarios sólo intentan reordenar las sillas de cubierta, es hora de recordarles lo que hace siglos sentenció Hipócrates: "Que la comida sea tu alimento, y tu alimento tu medicina". La medicina que necesitamos es una dieta antiinflamatoria.
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