Del miedo a la memoria
Si se quiere romper con la maldición de la sospecha de franquismo, habrá que escenificar ese alejamiento con gestos que aclaren las responsabilidades de cada uno y dejen sin argumentos a quienes han utilizado esa sombra para adelantar posiciones políticas
No hay nada como las relaciones públicas. Así se ha demostrado de nuevo en Madrid, esta semana, en la cumbre que rubrica el fracaso de la presidencia europea de nuestro Rodríguez Zapatero. Lo más notable, aparte de la prepotencia con la que esta gente se pasea por las calles, ha sido la catarata de insultos con que algunos gerifaltes latinoamericanos han cubierto a sus anfitriones.
También anduvo por ahí Garzón, cacique global de los Derechos Humanos y la Justicia Universal, tan querido de los Kirschner y los Morales de aquel hemisferio, dechados a su vez de respeto a la legalidad y a la tolerancia, grandes ejemplos de sofisticación intelectual y refinamiento moral que deberíamos imitar como hace el juez estrella, espejo de antifranquistas maduros.
Seguramente la salida de Garzón para el Tribunal Internacional haya suscitado algún suspiro de alivio, sobre todo tras el bloqueo de la causa abierta contra Franco. Ahora bien, es posible que en La Haya, Garzón, con su colega el fiscal argentino que lo ha invitado, encuentre una plataforma más visible aún para cumplir su vocación de justiciero histórico en ruta a Copenhague. En la opinión internacional, el antifranquismo es considerablemente más popular que aquí. En un momento de crisis como este, reforzará además el narcisismo de buena parte de los occidentales, que podrán recrearse a su gusto, como hicieron varias veces a lo largo del siglo XX, en la imagen de una España atrasada, casi bestial, infectada de ultramontanismo y cuartelería. Ese es el pedestal sobre el que Garzón va a seguir levantando su efigie. No lo hará de carne humana, como decían que iban a hacer la estatua de Robespierre, porque el precio de la carne humana anda por las nubes. Aun así, los efectos son similares. Los insultos a España se venden bien.
La dimensión que puede adquirir la campaña de antifranquismo póstumo debería llevarnos a todos a reflexionar, de una vez por todas, sobre lo ocurrido en estos últimos treinta años. La Transición se pudo hacer porque se aceptó un principio muy sencillo: no se iba a utilizar la historia para hacer política, como se había hecho varias veces, y siempre con resultado catastrófico, en transiciones anteriores.
A pesar de esto, quedó un remanente histórico que afecta a las posiciones políticas: el centro derecha fue desde entonces el heredero del franquismo y la izquierda y los nacionalistas, los titulares de la legitimidad democrática. Aunque la Transición puso entre paréntesis la historia, la historia no se fue del régimen democrático, y menos aún se fueron la Guerra Civil y el franquismo. Siempre han estado ahí, de forma más o menos subterránea, a veces explícita, a veces sangrante. Rodríguez Zapatero y Garzón –que en realidad acaba de recobrar la libertad– la han devuelto al primer plano, de donde no va a ser desalojada con facilidad.
No lo desalojará, en cualquier caso, la obcecación en negar cualquier relación con el pasado. Resulta sorprendente, pero cuanto más se aleja la derecha política española de ese fantasma, cuanta más neutralidad quiere aparentar, más se acerca a él y más se le parece... Si se quiere de verdad romper con la maldición de la sospecha de franquismo, habrá que escenificar ese alejamiento con gestos y medidas concretas, inteligibles, que aclaren las responsabilidades de cada uno y dejen sin argumentos a quienes han utilizado esta sombra para adelantar posiciones políticas y, al final, para volver a poner en duda el resultado de la Transición. Hay cosas que siempre vuelven.
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