Un tonto con suerte
El cortoplacismo practicado en la abundancia sólo puede ser explicado por la falta de comprensión de los mecanismos de creación y mantenimiento de la riqueza, o, peor aún, por su arrogante negación.
Michael Carroll ganó casi diez millones de libras en la lotería británica hará ocho años. Hasta aquel momento en que la fortuna se cruzó en su camino había desempeñado el denostado oficio de barrendero, sin otra perspectiva de gasto que la que le permitían sus exiguos ingresos y probablemente algún que otro préstamo. Pero de pronto cambió la dimensión en la que podía operar. Con una millonaria cantidad en los dígitos de su cuenta corriente comenzó una odisea de despilfarro que ineluctablemente conduciría a su ruina. Ahora vive de un subsidio estatal de 50 euros semanales.
Podría decirse que, como agraciado con algo tan improbable como el primer premio del bote de una lotería nacional, era un tipo con suerte, y un tipo rico. No obstante su acción posterior en el manejo de aquella recién obtenida riqueza habría de determinar si se trataba de un tonto con suerte, de un tonto con pasta o, por el contrario, de alguien con la suficiente sensatez para preservar el inmenso crédito que le otorgaba el azar.
Carroll demostró ser un idiota con suerte, gastando todo lo gastable en prostitutas, drogas, apuestas y lujos vanos. Su despilfarro sin límite, no obstante, no nos inspira más que pena o desprecio.
Desde el punto de vista evolucionista se puede explicar nuestra tendencia a abandonarnos al corto plazo como una estrategia razonable en entornos de gran impredecibilidad y/o escasez. Por ejemplo, si uno no sabe si va a poder comer mañana, lo mejor es acumular grasas comiendo todo lo que haya disponible. Asimismo, si tu futuro depende de la fina crin de caballo que sujeta una espada de Damocles sobre tu cabeza, no tiene mucho sentido que te entregues al estudio y/o al ahorro, actividades ambas de acumulación para un tiempo que probablemente no llegue.
El capital, es decir, el fruto del proceso de acumulación económica, requiere, para su formación, de dos cosas que ya señaló Benjamín Franklin cuando escribía bajo seudónimo para una publicación norteamericana: frugalidad y laboriosidad. Ambas virtudes económicas sirven al fin tanto de la creación de capital como de su mantenimiento. En una naturaleza dinámica en la que nada permanece, todo deterioro debe de ser compensado con un esfuerzo o una renuncia. Esta ley elemental vale tanto para la biología como para la economía, y dentro de esta última tanto para las cuentas de un particular como para las cuentas públicas.
Así, en un período de ocho años, el despilfarro inducido por un cortoplacismo feroz, destructor del capital, puede llevar tanto a un necio anónimo como a un pésimo gobernante, en sus respectivas cuentas, a la bancarrota. El primero piensa sólo en sexo, drogas y juego, y el segundo en minar los cimientos morales y económicos de la civilización occidental. Este cortoplacismo practicado en la abundancia sólo puede ser explicado por la falta de comprensión de los mecanismos de creación y mantenimiento de la riqueza, o, peor aún, por su arrogante negación.
Algunos dicen que ZP es un "tonto con suerte", que ganó de chiripa unas elecciones internas en su partido, el PSOE, y luego unas elecciones tras la lotería negra de una impredecible matanza. Otros, viendo lo negativo de su Gobierno, ven en él a un maquiavelo sofisticado (que habría anticipado o incluso preparado sus propios golpes de suerte). Sea como fuere, la catástrofe que ha provocado con su acción política trasciende con mucho la provocada por cualquier particular derrochón y bobo nada solemne en sus cuentas "a fin de cuentas" también particulares. ZP no inspira ni pena ni desprecio. Los sentimientos que suscita pueden acercarse con toda justicia al odio y al asco. Le tocó la lotería de unas cuentas públicas relativamente saneadas y, en dos legislaturas, en ocho años, como Carroll, lo va a tirar todo por la borda. Pero él no se arruinará. Su factura la están pagando casi cinco millones de personas.
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