La Corte de los Milagros
La España eterna, otra vez el enfermo de Europa, vuelve a yacer donde solía, a ambos márgenes de sus viejas lindes de siempre: entre el callejón del Gato y la Corte de los Milagros.
Hubo aquí un instante –entonces aún no lo sabíamos efímero– en que, al fin, muchos dejamos de sentir vergüenza por ser españoles. Ocurrió después de la Transición, y algo tenía que ver con el cambio aparente de eso que llaman el espíritu de la época. Así, parecía que un genuino afán colectivo por ser más rigurosos, más serios, más eficientes, más cultos –y también más civilizados– se había extendido a lo largo del país. Fue un mero espejismo, claro. Aunque todavía habríamos de tardar algunos años en descubrirlo. Ahora, sin embargo, ya nadie se llama a engaño. La España eterna, otra vez el enfermo de Europa, vuelve a yacer donde solía, a ambos márgenes de sus viejas lindes de siempre: entre el callejón del Gato y la Corte de los Milagros.
¿Qué esperpento no escribiría hoy Valle Inclán tras apenas ojear el sumario de cualquier diario? La Corona, envuelta toda ella en sábanas apócrifas con tal de fingir ante el vulgo que igual cura sus males en una planta de la Seguridad Social. La tercera autoridad del Estado, cual gañán de feria, mercando ganado con talegos de a quinientos envueltos en papel de periódico, como mandan los cánones del contrabando tabernario. Dos horteras de puticlub de carretera, investidos sastres áulicos, amiguitos del alma y pajes de los Reyes Magos de la presunta alternativa regeneracionista. El juez más gallito del corral, con un pie en el oprobio y el otro, por si acaso, en la frontera. Un tosco meridional, amenazando a diario a los tribunales con la sombra irredenta de Companys. Y sobre la tarima, dirigiendo la orquesta, un atizador profesional de guerras civiles y odios cainitas.
Sostenía Félix de Azúa en su muy amarga columna última que vamos de cabeza hacia el modelo italiano. ¡Qué más quisiéramos! Compárese, si no, la creatividad de la sociedad civil italiana con el adocenado proceder de tantos empresarios hispanos, genuflexos siempre ante los prebostes políticos a fin de cultivar canonjías, sinecuras y momios mil; lo que sea, con tal de huir de la sana competencia como del demonio. ¿A qué extrañarnos, entonces, de que Duran Lleida, el ilustre vocero de una coalición dada a promover referendos para destruir España, resulte ser el tribuno más apreciado por el pueblo soberano? Lo dicho, ya sólo falta Max Estrella.
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