Occidente, desde Aristóteles y Santo Tomás, está fundado sobre los principios de realidad –las cosas son lo que parecen– y de practicidad –las cosas adquieren carta de naturaleza cuando funcionan. El contacto constante con la realidad de las cosas es lo que ha permitido al europeo, en expresión previa a la dictadura actual, dominar la naturaleza en lugar de mistificarla de acuerdo con los dictados de un gurú o en virtud de idealismos con apariencia racional. Esto segundo es la fatalidad del sectario.
Si en la guerra la primera víctima es la verdad, en la guerra ideológica del sectario, la mentira es el arma por excelencia. Y el apoyo de los suyos debe ser absoluto. En ellos, la objetividad es equivalente a la traición. Por eso cuando un manipulador, embrutecido por sus propias invenciones, llega a justificar la propiedad estatal de la energía eléctrica basándose en... bueno, léanlo, sabe que no va a tener ninguna objeción de su lado. Cuando los sectarios hacen ruido no es porque se crean que defienden la verdad, sino precisamente porque saben que es mentira.
Para esa facción sectaria, la realidad es una apariencia sólo explicable si se aplica su ideología. Es lógico por tanto que odien a Occidente. O bien lo que aparece como realidad es una construcción cultural o un producto de la superestructura de la clase dirigente o un efecto de la opresión de los países ricos o de la represión machista u homófoba o religiosa o capitalista o todo a la vez.
Dado que la realidad es sólo una apariencia, lo lógico es actuar sobre nuestra percepción. El que está infeliz bajo el régimen perfecto del sectario, lo está porque tiene la percepción incorrecta. No es necesario mejorar las condiciones objetivas de vida, sino modificar nuestra visión de las cosas. La falta de libertad es protección de nuevos derechos. El paro se convierte en ocio. El creciente atraso es igualdad. La escasez, en respeto por el medio ambiente. La estafa es transformación social. El robo estatal es solidaridad. Resulta además fundamental la promoción de satisfacciones estupidificantes como el sexo gratuito y la telebasura, para ridiculizan y embotar el sentido crítico y los valores sancionados por siglos de experiencia a partir del principio de realidad. Es un régimen en el que la propaganda y una educación totalitaria son centrales en la acción política.
Esta voladura programada cuenta con la entrada incentivada y masiva de clientela electoral extranjera para los sectarios. Esa traición se convierte en multiculturalismo y se oculta bajo la supuesta diversidad, que lo que pretende es convencernos de que la conservación de lo que somos está a la par con la de cualquier especie de saltamontes. El objetivo es diluir primero y luego laminar nuestra identidad, para sustituirla por la fabricada por los amos telepedagócratas, con su neorrealidad y neovalores.
Nada de esto sería objetable si la humanidad fuera una masa amorfa de ganado y la realidad, como un mecano para un niño. Pero la realidad tiene sus leyes. Como todo mecanismo, no se puede esperar que la máquina de producción funcione cuando una parte se destruye. Los engranajes no se reemplazan en dos tardes de Educación para la Ciudadanía. Las toscas piezas de recambio salidas del laboratorio no tienen el beneficio de veinte siglos de prueba y error. La sociedad, además, tiene sus anticuerpos, por mucho que los antiguamente llamados traidores hayan abierto las heridas de par en par. Todo tiene sus límites y el final de ese nuevo ciclo de enajenación terminará con un sopapo de realidad multiplicado por todas las leyes, desde las económicas a las políticas o las de la guerra, conocidas, olvidadas y no conocidas que se han conculcado.
Pacientemente, volveremos a aprender de este episodio. Y ellos volverán a tramar la siguiente locura.