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José García Domínguez

Samaranch

Concedidos los Juegos, supremo capital político que podría exhibir el PSC, el ya absuelto Samaranch pasó a ser admitido como "un dels nostres". Asunto que en Cataluña nunca resulta baladí.

Ese viejo sabio, escéptico y burlón, el Destino, ha querido que el posado miliciano de Pasqual Maragall en las trincheras del "¡No pasarán!" coincidiese con el tránsito de la sempiterna cara –amable– del Régimen en Cataluña, Juan Antonio Samaranch; el hombre que luciera en vida la camisa azul mahón mejor planchada y almidonada de la historia toda de Barcelona, a pesar de que jamás fue falangista o quizá por ello mismo. Algo que, lejos de granjearle un juicio popular sumarísimo, suscitó estas líneas del propio Maragall tras su cese en el Comité Olímpico: "Hoy Samaranch se despide como presidente del COI. Y parece que cuando un personaje marcha se debe ser blando con él. Yo creo que se tiene que ser exigente. Agradecerle los servicios prestados, pero sobre todo los que prestará. Y es que no podemos prescindir de Juan Antonio". Pues de Juan Antonio nunca más habría de desentenderse el nuevo establishment local, una vez pronunciadas aquellas cinco palabras que borraron de un plumazo todos sus pecados pretéritos: "À la ville de... Barcelona".

Así, concedidos los Juegos, supremo capital político que podría exhibir el PSC, el ya absuelto Samaranch pasó a ser admitido como "un dels nostres". Asunto que en Cataluña nunca resulta baladí. Que se lo pregunten, si no, a Arcadi Espada y a Jaume Boix, quienes justo entonces comenzarían a recibir los desinteresados consejos del ciego Durán, el mismo que luego fichó Albert Ribera como candidato a las Europeas. El deporte del poder, la biografía no autorizada del Marqués que preparaban al alimón, según el ex presidente de la ONCE, no convenía que fuese publicada. Y se lo hizo saber a los interesados por activa, pasiva y perifrástica. Hasta que, azares de la vida, Espada y Boix se vieron despedidos al súbito modo de sus respectivos empleos en Diario de Barcelona con el libro casi en galeradas. Cosas del Oasis.

Junto a Bisbis Salisachs, esposa a la que tanto debería su carrera, siempre representó Samaranch el contrapunto formal a la adusta aridez del franquismo mesetario. Ellos dos serían el mascarón de proa de una alegre droite divine presta a disputar las mejores mesas de los restaurantes de la Costa Brava a los pijos –y las pijas– de la gauche ídem, la peripatética tropa de Rosa Regàs y Cía. Un audaz aggiornamento de los hábitos civiles que, a la postre, acabaría costándole el cargo de delegado nacional de Deportes, al escandalizar al pío Torcuato Fernández Miranda, ministro por entonces de la cosa del Movimiento. Igual que mucho antes, en 1955, ocurriera con monseñor Modrego, célebre obispo de Barcelona, que rehusó casar a la pareja por mor de ciertas declaraciones de la novia a La Vanguardia, que luego glosaría el mentado Espada:

—¿Serás una esposa sumisa?
—No, ni habrá motivo.
—¿Sabes lo que dice la epístola de San Pablo?
—Que la mujer debe sumisión al marido, pero fue escrita hace tanto tiempo...

Por lo demás, contaron con él todos: los de antes, los de después, los de dentro y los de fuera. Y, quizá, su mejor elogio fúnebre lo compuso en tiempos el mismo Maragall al sentenciar, solemne: "La franqueza con que ha defendido su pasado y el pasado político de España nos dice que estamos delante de un personaje que tiene el valor de sus actos". Que la tierra le sea propicia.  

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