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El juego de Kirguizistán

Rusia no ha dejado de marcar puntos en su política de destripar las democracias y recrear una sólida esfera de influencia en el espacio de la antigua URSS y muchos europeos orientales temen que si lo consigue extenderá sus ambiciones hacia el Oeste.

Sobre un país tan lejano, no ya en irrelevante distancia sino en todo tipo de afinidades, más vale no dejarse guiar por apariencias. En marzo de 2005 pareció que la revolución de los tulipanes que derribó al dictador ex comunista de turno formaba parte de la oleada de las democratizaciones de las flores o colores que la habían precedido –en el 2003 en Georgia y en el 2004 en Ucrania– para encontrarnos a los pocos meses con la habitual dictadura corrupta, rebosante de conexiones con el antiguo régimen soviético. ¿Va ahora en serio, con el derribo el 7 de abril del protagonista de aquella marchita floración de bulbos más propios de los Países Bajos? La democracia vuelve a llenar la boca de los que sustituyen al tiranuelo huido, pero la nueva líder fue ministra de Exteriores durante un tiempo con los dos presidentes en desgracia que la precedieron. Moscú, opuesto a las anteriores democratizaciones, juega ahora sus cartas no precisamente a favor de la libertad y el parlamentarismo, sino en contra de quien pretendía actuar demasiado por cuenta propia y buscaba la amistad con Washington y Pekín para contrarrestar la mucho más exigente tutela de Moscú y ordeñar varias vacas al mismo tiempo.

La democracia es demasiado exótica en los pedregales del montañoso país, pobre, pequeño y atrasado. La elite que trata de aprovecharse de las oportunidades que el poder ofrece para enriquecerse es la misma con comunismo que sin él. Así es siempre con los caciques: la política cambia pero ellos no. Los disturbios que el 6 y el 7 han forzado la deserción del presidente Bakiyev se parecen más a los motines de subsistencias del Antiguo Régimen que a una protesta política moderna. Han sido azuzados por Putin al suprimir, desde el uno de abril, los precios subvencionados de la gasolina a los países de su "extranjero cercano" que no se han avenido a formar una unión aduanera con Rusia. Esto ha desencadenado una serie de encarecimientos que han puesto en marcha la revuelta popular. Su generalidad en las principales ciudades del país la hace sospechosa de manipulación. Las descargas de los antidisturbios contra los manifestantes, con un costo de al menos 70 vidas, han agravado la rabia popular, desbordada en saqueos y numerosos desmanes.

Rusia calentó el ambiente por otros medios. El derribo de Bakiyev ha venido precedido por una campaña de los medios estatales rusos, ya casi la totalidad, aireando las vergüenzas del corrupto dictador y su clan. Llegó a correr el rumor de que podría expulsar a los casi millón de kirguizes que trabajan en Rusia, cuyas remesas constituyen unos dos tercios de los ingresos del país y la mitad de los del Estado.

Rusia no ha dejado de marcar puntos en su política de destripar las democracias y recrear una sólida esfera de influencia en el espacio de la antigua Unión Soviética y muchos europeos orientales temen que si lo consigue extenderá sus ambiciones hacia el Oeste. Ha desmembrado Georgia y conseguido un Gobierno afín en Ucrania. En Kirguizistán la manzana de la discordia es la gran base aérea de Manas, construida por los soviéticos y arrendada por Estados Unidos en su dispositivo logístico para aprovisionar a las tropas aliadas en Afganistán. Putin, en plena crisis, había prometido 2.000 millones de dólares a Bishkek y en el paquete iba el cierre de la base para los americanos. Estos triplicaron su oferta y el insaciable Bakiyev quiso recoger con las dos manos, lo que le ha costado el puesto y probablemente mucho más. Toda una advertencia a sus homólogos y un desafío de primera magnitud a Estados Unidos. No han contado ni la retirada del escudo antimisiles en Europa oriental ni el favorable acuerdo START. Más allá de problemas en Afganistán, lo que está en juego es la presencia americana en toda el área que se extiende entre Rusia y China.

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