Suele afirmarse, con razón, que una de las grandes lacras que impide el adecuado funcionamiento de las instituciones y de la economía en España es el lamentable estado en que se encuentra la administración de justicia. Dos son los motivos esenciales que explican semejante situación: una, la lentitud de los procedimientos judiciales; dos, la omnipresente politización de los jueces y magistrados.
Lo primero impide proteger a tiempo a las víctimas, quienes sólo ven satisfechas sus pretensiones años después de que lo necesiten. Lo segundo impregna de una inquietante arbitrariedad las resoluciones judiciales, primando no el respeto a la legalidad, sino a los intereses políticos. Ni los poderes están separados ni actúan de manera eficiente, lo que tiende a degenerar en forma de sentencias tardías con un contenido más que discutible.
Pocos casos aúnan con tanta claridad estas dos lacras de la justicia española como el recurso de inconstitucionalidad contra el Estatuto de Cataluña. Casi cuatro años después de que el PP, el defensor del Pueblo y cinco comunidades autónomas presentaran sus respectivos recursos, el Tribunal Constitucional, el principal garante de la vigencia y del respeto hacia nuestra Ley de leyes, todavía no se ha pronunciado sobre el encaje que esta norma puede tener en nuestro ordenamiento.
El retraso no se debe a que sea un asunto extremadamente complejo que requiera de un dilatado período de estudio y reflexión. Es bastante evidente que el estatuto es inconstitucional en la mayoría de sus preceptos, algunos de los cuales buscan directamente hacer trizas la Constitución. No hace falta tener más de quince años de experiencia y ejercicio profesional, como requiere la Constitución a los miembros del TC, para saberlo: basta con comparar el articulado de uno y otro para comprender que sólo subvirtiendo el orden jurídico nacido en 1978 se puede pretender convalidar el estatuto.
El problema es que el Gobierno socialista sí está presionando para subvertir ese orden, buscando como sea que el texto que Zapatero prometió al nacionalismo catalán no sea retocado en lo esencial. Así, no ha dudado en recurrir a todo tipo de argucias, desde reformar ad hoc la Ley Orgánica del Poder Judicial hasta abroncar en público a la presidenta de este órgano supuestamente independiente, para evitar que el tribunal declarara lo evidente. Ayer mismo, Montilla presionaba a PP y PSOE para que renovaran el CGPJ con tal de colocar a gente "favorable" al Estatut y evitar así que sea declarado inconstitucional.
Pero no se trata sólo de que la política impida que el tribunal imparta justicia. Siendo ya grave la politización de las instituciones, lo inaceptable es que en este largo impass el Estatut se esté imponiendo por la vía de los hechos. La Ley de Educación que sigue persiguiendo al español, la financiación autonómica hecha a medida de Cataluña o la primacía de ciertas instituciones catalanas (como el Síndic de Greuges frente al defensor del Pueblo o las veguerías frente a las provincias) son algunas de las disposiciones que emanan del estatuto y que, pese a ser inconstitucionales, se han impuesto o están en proyecto de serlo.
Una norma contraria a la Constitución está transformando el destino de todos los españoles porque la institución con la que nos habíamos dotado para proteger el ordenamiento jurídico está cediendo a los intereses, no sólo electorales, del partido político que gobierna España. Una señal más de que los contrapesos de poder en los que confiábamos no han funcionado y de que se han convertido en un instrumento para burlar el respeto a los derechos individuales. No es hora de que PP y PSOE se sigan repartiendo los jueces, sino de que dejen de entorpecer el funcionamiento de este tercer poder del Estado y le permitan concluir su labor. Pero para ello sería necesario que dejaran de querer gobernar sobre las ruinas de España y pasaran a valorar el normal funcionamiento de las instituciones. Algo que de momento les queda muy lejos.