Placas
Cientos de veces apelaron a la debida confianza de los ciudadanos y de las víctimas en ese Estado de Derecho que derrotaría a la banda y nos protegería. Y me lo creí. Aquel discurso de la épica democrática frente a los malos, contrasta con la realidad.
Tras la rajada de Mayor Oreja volvió la calma. Pero el afán zapatero de encontrar el fin de la ETA sigue ideológicamente emparentado con el debilitamiento de España. ZP persigue la consecución de una cosa sustitutiva de la nación. Y para hacer tortilla siempre se cascan huevos. Hay que romper la odiosa nación de Isabel y Fernando para aterrizar en una nación de naciones en proceso de invención, o así. Cree el inquilino de la Moncloa que hasta esa estación de término hay manera de hacerse acompañar de la ETA, sus partidos, medios y demás satélites. Una vez allí, la suma de izquierdas y separatismos sacará del mapa a la carcundia derechista, alumbrándose La Cosa. Cálculo plausible. La destrucción de la nación española, que con tanto acierto pilota, es un objetivo compartido con la ETA y con el separatismo en general. Pero lo que para el leonés se trata de un objetivo, una estación término decía líneas arriba, para los separatistas no es sino un estación de tránsito hacia la independencia, donde hasta el gran estadista del PSOE sobra. ¿O no?
En la legislatura 2004/2008, nos vendía la idea de que con esa concepción de nación discutida y discutible, los separatistas atemperarían sus exigencias, exacerbadas por la España cañí de Aznar; y así, en fraternidad, arribaríamos a la completa felicidad. La misma estúpida teoría –corregida y aumentada– aplicada desde la Transición: alimentar a la bestia hasta que, ahíta, quede conforme. Cosa que nunca ocurre ni ocurrirá mientras no se verifique la ruptura total. Y aún así. Pero el Adán de León tiene insuperable confianza en su pericia, pues que dispone de la Piedra de Rosetta descifradora del secreto de la armonía ibérica. Así que a la novedosa y traidorzuela postura de un presidente de gobierno español que relativiza el valor de nuestra nación –contra ella han matado a 850–, lógicamente suma las diferentes reformas estatutarias, colorín colorado del cuento de Zapanieves y los diecisiete estaditos. Pero el resultado no es la esperada respuesta generosa del separatismo. Todo lo contrario. ¡Oh sorpresa de necios! Pero tranquilos, que teniendo a mano al culpable de guardia, esa derechona bastante derechorra, no hay problema.
Y en este cuadro hay que inscribir tanto la primera como la segunda fase de la negociación, denunciada repetidamente por Jaime Mayor. Tratarán de empotrar en la vida política, con presupuesto e impunidad, a una parte de la banda terrorista. Así la Eta buena recogería réditos por la matanza. Toda esa gentuza que se ha roto las tripas descojonándose de nuestros muertos en cada atentado, pastará en el presupuesto si la jugada le sale bien a ZP, cosa por ver. Engrosarán la famélica legión regidora de los destinos ibéricos. Terroristas que una vez blanqueados no se nos ocurrirá llamarlos terroristas, pues que nos conducirán ante la justicia y nos condenará, cumpliendo su misión nuestro Estado de Derecho. Total, que ZP quiere integrar a la ETA. No le entra en la cabeza su derrota lisa y llana. Trabajo al que de haberse aplicado desde 2004 hoy daría como resultado su desaparición. Hay quien argumenta que nunca del todo. Tal vez, como nunca del todo el robo, las violaciones, el tráfico de drogas y la trata de blancas. Pero claro, estos delitos no tienen como percha una doctrina totalitaria que los proteja a los ojos de un presidente de Gobierno.
Recuerdo el discurso del Rey y los políticos tras cada atentado en estas últimas décadas. Cientos de veces apelaron a la debida confianza de los ciudadanos en general y de las víctimas en particular, en ese Estado de Derecho que, al cabo, derrotaría a la banda y nos protegería. Y me lo creí. Aquel discurso de la épica democrática frente a los malos, contrasta con la realidad. Hoy la negociación con los asesinos sigue viva y sedicentes grupos musicales se descojonan de las víctimas, como por ejemplo ahora en Sevilla, bajo la protección de partidos y de ese Estado de Derecho. Entre tanto ciertos políticos, instituciones y entidades se suman afanosos en la colocación de placas en las calles a la memoria de los muertos. Necrófagos, "viven" de placas, jornadas, conciertos, libros, leyes de víctimas, homenajes y piedades varias de orden lacrimógeno. Tras la placa marmórea del campo santo se enterraron los cuerpos de los asesinados. Ahora, tras las placas metálicas de nuestras calles, entierran su ciudadanía española. Y a uno le sale del pecho decirles que, de la Corona para abajo, pueden irse a freír churros. Que aproveche.
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