No tengo ni repajolera idea. Dada la deriva del Tribunal Constitucional desde que se aprobó el requeteinconstitucional Estatut de Zapatero, cualquiera hace pronósticos sobre la cuestión. Los caminos de María Emilia son inescrutables para el común de los mortales, aquellos que no tenemos acceso la tribuna de autoridades en los desfiles militares para dedicarle reprimendas públicas, como la vice De la Vega. La separación de poderes, oiga.
Llevan reunidos dos días y anuncian que este viernes seguirán. En este negocio nuestro en seguida montamos revuelo. Necesitamos noticias como los yonquis un chute, y cuatro años de mono esperando una dosis tan importante como la sentencia son muchos años. La semana pasada, al conocerse la convocatoria de los dos plenos, las redacciones se convulsionaron. Ahora, cuando la calma había vuelto, se citan un día más y de nuevo el runrún. Basta que diga que no habrá sentencia para que sí la haya, o viceversa. Pero metidos a pitonisos, sería raro raro raro que, en caso de que algún día se resuelva el recurso del PP –no estaría yo tan seguro–, sea antes de las elecciones catalanas. De la Vega, la señorita rottenmeier particular de la presidenta del Constitucional, advirtió hace poco que los tribunales no interferían en las campañas electorales. Como indicio, no está mal.
Esta ópera bufa a la que asistimos desde hace cuatro años ha conducido a un desprestigio tan enorme como justificado del Tribunal Constitucional. A estas alturas nadie duda que su funcionamiento responde exclusivamente a criterios de conveniencia política, de obediencia a los partidos políticos, auténticos secuestradores de la soberanía: la partitocracia.
Que el Estatuto es inconstitucional de cabo a rabo –más aún, la voladura de la Constitución– es menos secreto que el sumario del Gürtel. Lo sabe desde Zapatero a los camisas pardas de la Esquerra y los meapilas de Unió, pasando por Rajoy y Alicia Sánchez Camacho, aunque todos desean que el TC diga lo contrario. Eso es lo de menos. Los magistrados no discuten, Constitución en la mano, argumentos jurídicos; negocian, carné de partido en la boca, un arreglo lo menos dañino para sus amos, los políticos. Si quitamos nación de aquí, la ponemos allí; si damos por buena la totalitaria imposición del catalán, recortamos un poquito la independencia judicial...
La fecha del parto no lo sabemos. Pero la naturaleza de la criatura sí: un apaño que rubricará la defunción de la soberanía nacional. De la democracia.