Patriotismo de partido
Si ante un furriel de tercera se paraliza al patético modo, ni siquiera osando exigirle la renuncia al escaño, ¿qué haría el presidente Rajoy sometido a la presión de una genuina crisis de Estado? Mejor no tratar de imaginarlo.
Tres conclusiones, a cada cual más deprimente, procede extraer de la difusión de esos sesenta tomos que "no aportan nada nuevo", pues, como es notorio, todo el mundo los ha leído ya. La primera, quizá la más triste, obliga a certificar la escala liliputiense a que cotizaba la integridad moral de tantos cargos y carguitos del Partido Popular. Quien conozca la debilidad del alma humana siempre habrá de entender a los grandes cleptómanos. Lo en verdad desconcertante, por el contrario, es acusar recibo de esos leves, ínfimos, obscenos precios de saldo con que Correa y El Bigotes mercaron conciencias de todo a cien a la sombra de Bárcenas & Cía. En sentido literal, la infantería del PP estaba colonizada por gentes, demasiadas, que no valían ni un duro. Y ahora lo sabemos.
No por manida menos sombría, la segunda exige constatar la pervivencia entre nosotros de la más funesta de las lacras cívicas todas, el llamado patriotismo de partido; ese atavismo tan castizo que ordena juzgar los episodios de corrupción no por su propia naturaleza, sino por quién incurra en ellos. De ahí que la dirección del PP se sepa ahora relativamente impune, pase lo que pase con el sumario Gürtel. Tan impune como el felipismo tras aquella sucesión de escándalos que se saldaría al final con un coste electoral nimio, pese al atronador ruido mediático. Por algo, a imagen y semejanza de las tribus indígenas de la selva amazónica, los españoles damos prioridad a las voces "nosotros" y "ellos" por delante de los términos "verdad" y "mentira".
La tercera, en fin, manda reparar –de nuevo– en esa muy palmaria carencia de autoridad natural que se desprende del carácter de Mariano Rajoy. Un atributo insoslayable en la personalidad de todo líder genuino con el que, simplemente, se nace o no. Y es que un hombre que ansíe dirigir la Nación no puede tartamudear, vacilar, descomponer la estampa y travestirse de Hamlet frente a un simple contable sobre el que recaen indicios mil de corrupción. Si ante un furriel de tercera se paraliza al patético modo, ni siquiera osando exigirle la renuncia al escaño, ¿qué haría el presidente Rajoy sometido a la presión de una genuina crisis de Estado? Mejor no tratar de imaginarlo.
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