Si usted, llevado del buenísmo o la desinformación, aun cree en esa ficción conocida por convivencia (exquisita) entre culturas, armonía de religiones o, últimamente, con la boba denominación "Alianza de Civilizaciones" prohijada por un oportunista sin escrúpulos, le sugerimos que vea la película Ajami (producción Israel-Alemania, 2009 y dirigida por el israelí Yaron Shani y el palestino cristiano Scandar Copti). Con ello no le estamos anunciando otra buena nueva (otra más) o incitándole a creer en una variante de catecismo para escépticos. Simplemente, el filme nos sitúa ante la crudísima realidad presente en cuanto nos zafamos de las declaraciones de los políticos y la búsqueda y trinque de becas y subvenciones de los antropólogos.
El escenario es un barrio (Ajami, pronunciado ‘Ayami) de la ciudad de Jaffa en el que sobreviven familias árabes, en conflicto permanente entre ellas mismas por motivos económicos, de delincuencia o de intolerancia religiosa y donde casi de manera tangencial y escasa aparece algún judío, con los inevitables choques de esperar, hasta en el plano personal. La película no es sólo una denuncia social –que lo es– sino, sobre todo, una fría exposición (pese a la emotividad y violencia de no pocas escenas y pasajes) de la entelequia nociva y arrasadora de vidas humanas que significa creer en tales embelecos: ni siquiera entre los árabes musulmanes hay convivencia exquisita.
Una explicación simplista y cómoda –muy del gusto de los políticos árabes y de quienes por acá les hacen coro– es achacar el origen de todos los males a la existencia del Estado mismo de Israel ("los judíos nos robaron las tierras", "los judíos nos expoliaron", "los judíos nos persiguen", etc.). Naturalmente, si los árabes se extorsionan y asesinan unos a otros es por culpa de Israel; si la mera posibilidad de matrimonios mixtos entre cristianos y musulmanes es una fantasía exótica que puede conducir a la muerte, también es cosa de Israel; si las mujeres palestinas aparecen cómo viven de hecho (aplastadas y escondidas, menos la chica cristiana que, al fin, termina padeciendo igual que las otras), por supuesto se debe a la presencia de Israel. Los árabes, como de costumbre, no tienen responsabilidad alguna en cuanto les sucede.
A través de varias historias, inconexas en principio pero que acaban confluyendo en el punto de máxima tensión (recordamos Crash), se desarrolla un argumento donde el conflicto israelí-palestino asoma como telón de fondo ineludible (el soldado asesinado en Cisjordania, la policía que se inhibe de cuanto ocurre en el barrio si no hay judíos por medio, el palestino rechazado por sus amigos por incurrir en la veleidad de enamorarse de una judía). Tan real como la vida misma: son así. Y todo inmerso en un panorama de relativa paz, sin necesidad de entrar en exterminios y matanzas masivas, como en Yugoslavia, Líbano, Iraq. Aterra la vida cotidiana. De verdad lo decimos: no sé de qué hablan los marchantes y propagandistas de la Alianza de Civilizaciones, del armónico al-Andalus de las Tres Culturas, del "carallo vinte nove", que dicen en mi tierra.