Tras la caída del Muro de Berlín, la izquierda occidental se quedó sin paraíso soñado para el futuro. No sólo eso: su fracaso fue tan grande que se quedó sin idea alguna sobre el régimen que construir, porque allí donde mandaba –China, Cuba, Corea del Norte– miseria y despotismo se acumulaban. Así que, sin utopía futura alguna, se volcó en la otra cosa que sabía hacer bien: destruir el sistema político y social presente. Y la mejor forma de hacerlo, tras el fracaso de la revolución y la lucha de clases, era atacar culturalmente el fundamento moral de las instituciones económicas y políticas occidentales: el cristianismo. Nuevas formas para viejas obsesiones, porque el laicismo actual no es más que una forma más civilizada y refinada de la vieja persecución religiosa que alcanzó su más salvaje expresión en la España del Frente Popular, pero que se extendió por media Europa durante decenios. De esa Europa mártir surgió el esplendoroso papado de Juan Pablo II.
Con una personalidad menos arrolladora, pero con una capacidad intelectual y una tolerancia enormes, Ratzinger ha sido atacado –quizá por eso– desde el principio de su papado. No hay ninguna personalidad mundial que haya soportado desde su nombramiento una campaña más brutal de descrédito y difamación que Benedicto XVI. Fue convertido en caza mayor por la izquierda mundial incluso desde antes de su nombramiento. Todo ello por pura ideología, que es la que explica la manipulación y la ocultación de hechos de periódicos izquierdistas de todo el mundo, que al unísono se han lanzado con extraordinaria violencia –aprovechando algunos repugnantes casos de sacerdotes pederastas– contra el Papa. Destructiva como nunca, la izquierda mediática ha llegado a manipular hechos y deformar la verdad para destrozar la imagen de Benedicto XVI, a quien ya ha llamado nazi, antimusulmán y ahora colaborador con la pederastia.
Actitud moralmente rechazable e intelectualmente repulsiva, pero típica de nuestras democracias, al fin y al cabo. Sin embargo, alcanza su significado histórico al colocarla junto a otra noticia: como parte de la campaña para descristianizarla, un grupo de cien islamistas perfectamente preparados y pertrechados asaltó violentamente la catedral de Córdoba, organizó incidentes e intentó herir a uno de los guardias con un cuchillo, en plena Semana Santa cordobesa. La reacción de la izquierda –la misma que condena al Papa– ha sido reabrir el debate sobre la cesión del templo a los mismos que lo asaltaron, que reivindican la época en la que el moro Muza destruyó la iglesia cristiana de San Vicente Mártir para construir encima la Mezquita, y que niegan la posibilidad de que en tierra del Islam exista otra religión pública que la suya.
En pocas ocasiones podrá verse tan claramente la deriva de la izquierda occidental como en esta Semana Santa de 2010. En el caso de Córdoba, el problema no es tanto el islam, heterogéneo, diverso y fragmentado. Ni siquiera el islamismo, causante de una auténtica guerra civil en el interior del mundo musulmán, que es un enemigo al que Occidente y sus aliados podrían batir. El problema es la propia civilización occidental, de la que la izquierda es vanguardia en la decadencia: mientras desde el exterior de Occidente se pugna por penetrar esta cultura y asimilarla, el progresismo europeo está embarcado en erosionar y acabar con sus principios e instituciones. Conduce a Europa y sus libertades al suicidio.
¿Tiene futuro Occidente, lo que antes se llamaba "Cristiandad"? Estratégicamente se está abriendo una brecha dentro de Europa, entre aquellas sociedades que están abordando el problema –Suiza con los minaretes–, los que mal que bien lo encaran, al menos en parte –Belgica o Francia con el velo– y la izquierda suicida que impulsa a Occidente por el tobogán de la historia, y que encuentra en países como España lugares de gobierno. La fortaleza cultural y mediática que muestran los medios que ahora acosan al Papa –New York Times, El País, The Guardian o la BBC– procede de un prestigio pasado que han dilapidado y que hoy, convertidos en punta de lanza ideológica de minorías laicistas, no merecen. Si estas élites postmodernas continúan distrayendo las energías europeas hacia Roma, y si siguen teniendo éxito en el empeño, no cabe duda de que la Europa cristiana se debilitará y Europeistán estará más cerca. Pero si la ruptura de lo políticamente correcto que ya se aprecia en algunos países europeos se extiende –ante el escándalo de la izquierda mediática occidental–, por el continente, entonces no todo estará perdido. Mientras tanto, la pinza islamista-progresista continuará erosionando la imagen de la Iglesia, por un lado, y arrebatándole espacios públicos, por otro. Es la cuestión que se dilucida en Europa en este siglo XXI.