La fiesta nacional
Si la fiesta llegara a abolirse y el negocio de la cría de toros de lidia desapareciese, estos últimos se verían abandonados a su suerte, que no sería otra que la que corren sus congéneres menos bravos. Gaseados o electrocutados y cortados en filetitos.
Algunos pacientes neurológicos no sufren con su dolor. Lo perciben, pero no añaden a él ninguna emoción, de forma que la experiencia del dolor es mucho menos dolorosa, casi inocua. La desgraciada capacidad de sufrir está perfectamente desarrollada en nuestra especie. Podemos llevar el fenómeno del dolor a sus más insoportables límites de angustia y desesperación, mezclándolo con sentimientos diversos y con ese discurso interior del pensamiento que trata inútilmente de poner nombre y sentido a tan inefable y perturbadora sensación.
¿Sufren los demás animales? Menos. Está comprobado que las emociones no son un atributo exclusivamente humano, que las poseen también los demás mamíferos, en distinto grado. Tienen, las más sofisticadas, su origen en la prolongación de los cuidados parentales. Cuanto más tarda en desarrollarse una cría tanto más emocional será la especie. Y en ello los humanos vamos en cabeza. Nuestro desarrollo, desde que nacemos hasta que adquirimos la forma adulta típica, es lento. Y esto tiene mucho que ver con el desarrollo de nuestro cerebro.
Los toros sacrificados en el altar de la cultura humana, en la lidia, no sienten y padecen de la misma forma que lo hacemos nosotros. Negar su dolor sería un error, aunque este se vea en parte mitigado por endorfinas. No sería un error tan grande, en cambio, negar su sufrimiento. Disponen los toros de un cerebro mamífero y de emociones, no así de la compleja red de sentimientos que acompañan a cerebros más grandes y desarrollados. No son autómatas, como dijera Descartes, aunque tampoco tan conscientes y libres como podría serlo cualquier humano tomado al azar, por ejemplo un antitaurino.
La tauromaquia tiene hondas raíces en nuestra cultura y en nuestra historia. Pero estas raíces llegan más hondo en el tiempo y trascienden la cultura. La cría selectiva del ganado, desde el Neolítico, ha dado origen a nuevas variedades, entre ellas el toro de lidia. Los ganaderos eligen aquellos especímenes que reúnen las cualidades deseadas y los cruzan entre sí. Este proceso de selección artificial que se da a lo largo de generaciones de ganado y ganaderos (o plantas y agricultores), inspiró a Charles Darwin la idea de selección natural. En dicha selección el ganadero o agricultor, agentes parcialmente conscientes, eran reemplazados por las condiciones ecológicas en las que los organismos medran, fuerza ciega y plural.
Hoy en día son los ganaderos que seleccionan toros para la lidia los que garantizan no sólo la perpetuación del toro bravo, sino que este tenga una vida relativamente grata, pastando los mejores pastos y moviéndose a sus anchas por sus extensas fincas, cual un kamikaze antes de la batalla. Si la fiesta llegara a abolirse y el negocio de la cría de toros de lidia desapareciese, estos últimos se verían abandonados a su suerte, que no sería otra que la que corren sus congéneres menos bravos. Muerte, al fin y a la postre. Gaseados o electrocutados y cortados en filetitos.
Pero es tan conspicua, la fiesta, con su carácter nacional español, y tan conspicua la sangre que en ella se vierte, susceptible de despertar la compasión típica de la empatía humana, que algunas voces se elevan en sonora protesta, obstinadas contra una cultura que consideran ajena, que quieren ajena, y plañideras con un dolor que en el fondo les es por completo ajeno. En Cataluña una minoría ha logrado llevar al Parlament su iniciativa de abolición de la Fiesta. La defensa de los animales sirve, una vez más, como pretexto para atentar contra los hombres. Aquí lo que se sacrifican son las libertades y las tradiciones, esas cosas que ninguna otra especie tiene la capacidad de crear, y por ello, tampoco de destruir.
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