Sin duda, la consecuencia más demoledora de la aprobación del Estatut en el Parlamento hace hoy cuatro clamorosos años es su absoluta, radical, definitiva inanidad. Y es que de nada ha servido que Zapatero, Guerra, Bono y el resto de sus iguales se prestasen, diligentes, a horadar los cimientos del edificio constitucional con tal de complacer a los catalanistas. Al revés, la virulencia del irredentismo identitario, el insulso plato único que se degusta en la plaza, no ha hecho más que avivarse desde entonces. Algo previsible si se concede que todo nacionalismo romántico, y no a otra calaña obedece el catalán, requiere de la constante tensión dialéctica con el enemigo externo para sobrevivir.
La siempre doliente imaginería victimista, ese permanente desgarro retórico a cuenta de no menos permanentes agravios imaginarios, se le antoja tan imprescindible como el aire que respirar. Así, por paradójico que semeje, el corolario fáctico de aquella renuncia de las Cortes a la soberanía nacional fue la final eclosión del independentismo en las filas de CiU. Esas vistosas performances domingueras del secesionismo rústico, las "consultas" que maquina el folclórico López Tena por orden directa de Artur Mas, constituyen la mejor expresión plástica del fenómeno.
Un sesgo, ése de la radicalización sentimental del catalanismo canónico, que cualquier sentencia del Constitucional no hará más que atizar. Así las cosas, el supremo interés del Estado, o sea, la más que prosaica conveniencia inmediata de los socialistas, aconseja que María Emilia Casas continúe bostezando en el limbo. A fin de cuentas, dirimir la cuestión ahora, es decir, en vísperas de las elecciones domésticas, implicaría desplazar los términos de la disputa partidaria hacía el terreno en el CiU siempre habría de ganar.
Salvo en la muy inverosímil hipótesis de que el Tribunal asintiera ciego y mudo a la literalidad del texto, toda enmienda suya abocaría el debate hacía el campo semántico de la confrontación con esa entelequia metafísica llamada "Madrit"; el peor escenario posible para el PSC; el que lo empujaría a un callejón sin salida, forzado a la parálisis escénica entre la espada de Convergencia y la pared de Zapatero. La única sentencia inminente que les sirve, pues, es que no haya sentencia. Por eso, no la habrá. Y si no, al tiempo.