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Agapito Maestre

Civilización y verdad

Esa exposición es, en efecto, absolutamente coherente con la política cultural e ideológica del Gobierno de Zapatero. Más aún, ahí se hallan elementos centrales para ocultar las perversidades de la Segunda República.

La semana pasada me ocupé varias veces del gran liberal español Gregorio Marañón. El lunes me pidieron un artículo y, entre otras cosas, escribí que su texto sobre Liberalismo y comunismo, de 1937, es esencial para comprender las responsabilidades y culpas de los intelectuales españoles de la época que apoyaron la llegada de la Segunda República; la autocrítica de Marañón aún sigue siendo ejemplar: la cobardía de las fuerzas liberales en general, y de los intelectuales en particular, ante el hecho extraordinario de la quema de iglesias y conventos del 11 de mayo de 1936, en España, sigue siendo relevante para estudiar nuestra historia reciente.

Ese texto contiene tres críticas relevantes para comprender el estado del espíritu liberal de la época. En primer lugar, los liberales fueron obtusos para percatarse de la violencia que traía la Segunda República, especialmente nadie fue capaz de diagnosticar la novedad "política" que suponía para España la quema, casi al mismo tiempo y el mismo día, 11 de mayo de 1931, de trescientas iglesias y conventos. En segundo lugar, Marañón denunciaba que no hubiera existido "la reacción colectiva, decisiva y enérgica de los liberales españoles frente a lo que ya era realidad incuestionable". Y, en tercer lugar, quizá esta crítica sea hoy más actual que en su época, Marañón criticó el liberalismo daltónico, porque era incapaz de ver el despotismo cuando aparece teñido de rojo.

El jueves fui a ver en la Biblioteca Nacional la exposición sobre Marañón. La muestra es espléndida desde un punto de vista artístico, especialmente pictórico, pero olvida asuntos transcendentales, desde la perspectiva ético-político del personaje, como los que acabo de mencionar más arriba. Asistí sin prejuicio alguno para ver la exposición, pero inmediatamente percibí que todo era "políticamente correcto". Faltaba lo esencial, lo más auténtico, del liberal español: su autocrítica. Toda la exposición carece de alma. La ideología oculta lo genuino de un hombre decisivo para la cultura del siglo veinte. En fin, una exposición sobre Gregorio Marañón, patrocinada por el Gobierno que quiere vincular el cambio de régimen político de la España actual al de la Segunda República, puede calificarse de cualquier manera menos de inocente.

Esa exposición es, en efecto, absolutamente coherente con la política cultural e ideológica del Gobierno de Zapatero. Más aún, ahí se hallan elementos centrales para ocultar las perversidades de la Segunda República. Por cierto, esa política puede que no nos guste, e incluso habrá gente que, como es mi caso, la combata, pero de ahí no se deriva que el Gobierno no tenga política "cultural". Por el contrario, esa política, incluyo aquí la política sobre los medios de comunicación, es pétrea. Firme. El Gobierno ha conseguido componer una enciclopedia de mentiras, falsificaciones y engaños, pero nadie se sale de ese guión. La agitación y la propaganda de esta gente son, en efecto, propias de un estado de guerra.

El Gobierno de Zapatero es astroso en todo, pero, ay, en asuntos ideológicos es rocoso. De la historia reciente de España, por ejemplo, jamás admitirá otra interpretación que no sea la sectaria de su presidente; así, nadie cercano al socialismo dirá jamás nada que ponga en cuestión una II República, que llegó de forma extraña -–pues que ya es raro que después de unas elecciones municipales desaparezca la monarquía y aparezca en su lugar un régimen republicano–, patrocinó la violencia y la revolución, desde el primer momento –valga recordar otra vez la quema de iglesias y conventos del 11 de mayo de 1936–, y, en fin, concluyó marcada por el asesinato de Calvo Sotelo, el 13 de julio de 1936. Pues bien, ahí, exactamente en este contexto de manipulación del pasado para legitimarse en el presente, hemos de situar la exposición sobre Marañón.

Pero por si acaso alguien albergara alguna duda sobre el particular, los comisarios responsables de la muestra, con la inestimable ayuda de algún familiar, van sembrado de mentiras por los periódicos rasgos indiscutibles de la vida de Marañón. Por eso, el viernes, en la tertulia Dieter Brandau y Gabriel Albiac, me ratifiqué en esa interpretación de la exposición. Di datos y nombres, pero quien quiera todavía más puede consultar el blog de Aquilino Duque. Por ejemplo, comenté que Marañón se exilió del Madrid republicano, cruzó hasta Hispanoamérica a bordo del trasatlántico alemán Cap Arcona para explicar la situación de España a favor del ejército nacional, su propio hijo se alistó en el bando nacional durante la guerra y, finalmente, regresó a la España de Franco, que no sólo respetó su figura, como reconocían en El Mundo del viernes pasado su nieto, Marañón y Bertrán de Lis, y el historiador López Vega, sino que gozó de la íntima amistad de grandes falangistas, entre otros, Serrano Súñer, Laín Entralgo y Tovar. Por supuesto, asistió a la gran concentración del 9 de diciembre de 1946, en la Plaza de Oriente de Madrid, contra el cerco que le hicieron los gobiernos europeos a la España de Franco, e incluso, casi diez años después de su muerte, el diario falangista Arriba reproducía textos de Marañón...

En cualquier caso, el más triste suceso sobre Marañón me sucedió, también la semana pasada, cuando mencioné su nombre ante un público ilustrado, alumnos de quinto curso de la licenciatura de Filosofía, y nadie había oído en su vida el nombre de este personaje.

En Sociedad

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