La reforma sanitaria de Obama: mito y realidad
La razón de este nuevo avance estatista impulsado por Obama no es proveer de asistencia sanitaria estatal a los más desfavorecidos pues ya la disfrutan, sino someter al yugo del estado a todos los demás.
Es sorprendente la unanimidad con que los políticos y medios de comunicación de este lado del Atlántico han saludado la reforma sanitaria emprendida por Obama. A tenor de los ditirambos lanzados con tal motivo, parecería que los ciudadanos de los Estados Unidos tuvieran que agradecer de rodillas a su presidente que vaya a salvarles la vida imponiéndoles un sistema público de sanidad que, paradójicamente, en Europa sólo utilizan los que no pueden costearse, además del estatal, un seguro privado para tales contingencias.
Hay muchos mitos alimentados por la izquierda que al socaire de esta decisión de Obama, validada por los demócratas de ambas cámaras, vuelven a reverdecer laureles a pesar de su escaso apego a la realidad. El más extendido tal vez sea el que los ciudadanos sin ingresos suficientes para pagarse un seguro privado mueren en los EEUU por falta de atención médica. Sin embargo, por más que nuestros autotitulados progresistas se empeñen, los norteamericanos más pobres no están desatendidos por el estado en materia de sanidad gracias a los programas Medicare y Medicaid, que cubren la atención sanitaria de jubilados y personas con bajos ingresos respectivamente, y funcionan en los Estados Unidos desde mediados de los sesenta del siglo pasado.
La razón de este nuevo avance estatista impulsado por Obama no es, por tanto, proveer de asistencia sanitaria estatal a los más desfavorecidos pues ya la disfrutan, sino someter al yugo del estado a todos los demás, una inmensa mayoría del los cuales prefiere decidir libremente sobre el cuidado de ellos mismos y sus familias como han venido haciendo hasta ahora. Obama, como cualquier político de izquierdas, supone que conoce las necesidades de los ciudadanos mejor que ellos mismos, pero lo que resulta aplaudido en el continente europeo como una gran conquista social en los Estados Unidos es mirado con recelo, pues el norteamericano medio, con muy bien criterio, sospecha siempre de las injerencias de los políticos en su vida privada.
Obama se dispone a obligar a más de treinta millones de estadounidenses a adquirir un servicio que no desean, introduciendo nuevas regulaciones en el mercado de los seguros médicos que elevaran su precio y subiendo la presión fiscal que ya soportan los ciudadanos, sin que exista la menor garantía de que todo este inmenso programa de reformas vaya a redundar en un beneficio tangible para los que lo han de sufrir sino al contrario, que es precisamente lo que ha ocurrido en el estado de Massachusetts tras poner en marcha hace cuatro años una ley prácticamente idéntica a la que Obama quiere ahora hacer extensiva a todo el país.
Todo parece indicar que la reforma sanitaria de Obama va a adquirir carta de naturaleza legal a pesar del rechazo público de cientos de miles de estadounidenses y la oposición de varios estados de la Unión. Las razones para esta fuerte contestación siguen siendo tan válidas como lo han sido siempre, especialmente en los Estados Unidos, y en realidad basta una sola palabra para resumirlas: Libertad. No otra cosa quieren los estadounidenses que se oponen a este proyecto socialista de su presidente, y si aquí no se entiende nuestro es el problema. Y ahora, con Obama, suyo también.
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