La reforma sanitaria de Obama va a proporcionar un seguro médico a varios millones (entre 30 y 47, según las estimaciones) de personas que no lo tenían. Desde la perspectiva europea, forzosamente socialdemócrata, es una buena noticia. Estamos satisfechos de que los ciudadanos del país más rico del mundo estén todos a cubierto de las contingencias de la vida. Es una especie de revancha... solidaria: el tiempo nos da la razón y hace justicia a esos pobres norteamericanos, tan necesitados de la compasión ajena.
Como la perspectiva norteamericana se ha vuelto, a estas alturas, un poco confusa, más vale ponerse en la piel de quienes sí tienen seguro. Los unos, los más solidarios con sus pobres compatriotas, estarán sin duda satisfechos con la medida. La administración Obama no ha conseguido implantar la cobertura sanitaria universal pública, lo que les deja en situación de inferioridad con respecto a sus mucho más solidarios correligionarios europeos, pero han dejado atrás un cierto aire de atraso y primitivismo. Ya somos algo solidarios, se dirán, y como los demócratas se han cansado de repetir que la reforma va a ahorrar dinero, tal vez se tomen en serio que esa solidaridad, efectivamente, no les va costar nada. ¿Y acaso hay más apetecible para un solidario profesional que la perspectiva de una solidaridad gratis, o a cargo de los demás?
Hay otros que ven en las barbas de sus vecinos no asegurados hasta ahora las suyas propias. ¿Y qué les importa a ellos el asunto?, se preguntará más de uno. Pues es bien sencillo: si a partir de ahora la solidaridad sanitaria es obligatoria, estos escépticos no se creen que la cosa vaya a salirles gratis. Y sobre todo, comprenden que a partir de ahora el Gobierno ha empezado a hacerse cargo de la salud individual de los adultos y que esa intervención les va a afectar a ellos: empezará a haber límites nuevos para los medicamentos, para determinadas terapias, para el tratamiento de ciertas enfermedades. Los muy ricos no tendrán demasiados problemas para saltárselos. Los de en medio se verán cada vez mas constreñidos por decisiones políticas sobre su salud que no serán capaces de controlar.
En Europa estamos acostumbrados a estas limitaciones. Nos gustan. Las consideramos un signo de progreso. Nos eximen de responsabilidades, nos quitan preocupaciones. Estos días son un buen ejemplo. Para vivir tranquilos, y pasar unas buenas –y siempre merecidas– vacaciones, más vale no tener que tomar demasiadas decisiones. ¿Qué sueño más deseado que salir pitando de la oficina o del taller el viernes, a las tres de la tarde, y no tener que preocuparse de nada hasta el lunes de la otra semana? ¿Cabe estado más feliz que esa despreocupación que nos hace más ligeros, más leves? ¿Por qué entonces los norteamericanos no van a poder delegar su salud en su Gobierno, como llevamos haciendo nosotros desde hace tanto tiempo?
Se creen hombres porque gastan cabeza, decía un clásico. Pues bien, en el mismo momento en el que el ser humano tiene por delante más oportunidades que nunca para ser lo que desea ser, a los norteamericanos les entra el vértigo, o el cansancio. Ah, la siesta, a ser posible eterna, ganada por oposición...