"Do I dare / disturb the Universe?" (¿Me aventuro / a perturbar el universo?), se preguntaba en 1915 J. Alfred Prufrock, en uno de los poemas más conocidos de T.S. Eliot. Pregunta que hoy me parece la misma que la del viajero de avión que, con el pasaporte y el portátil y la mochila y la bolsa de viaje en orden, se detiene un segundo ante la puerta de casa para exhalar un par de suspiros nerviosos.
Hice mi primer vuelo transatlántico con nueve años, y desde entonces realizo al menos dos cada año, habiendo llegado en algunos casos a los ocho o diez per annum. Sin embargo, no ha sido hasta hoy, a escasas horas de partir hacia Nueva York para un viaje corto, cuando he sentido verdadero miedo a coger un vuelo. Quién sabe por qué se desata la histeria en estos casos, aunque es cierto que han sido muchas las noticias recientes: el atentado frustrado en el avión de Detroit, las dos terroristas americanas detenidas este mes, el pirado que estrelló una avioneta contra el edificio de la Hacienda estadounidense, el periodista holandés que logró introducir líquidos explosivos en un avión con destino a Estados Unidos; y, por si necesitábamos recordatorios, tenemos las declaraciones de Ahmadineyad sobre el 11-S y la liberación hace algunos meses del terrorista libio que llevó a cabo el atentado de Lockerbie en 1988.
Y es que los terroristas han conseguido que subirse a un avión se convierta casi en una experiencia catártica, un enfrentamiento con nuestra propia mortalidad semejante a tener un infarto o un accidente de coche. Una cosa es la posibilidad de un fallo mecánico del avión; eso adquiere el mismo nivel de acción incomprensible que la naturaleza de un accidente de coche en una noche neblinosa. El tema del terrorismo, sin embargo, devuelve la catástrofe al mundo de los hombres; subirse a un avión con destino a Nueva York sería parejo a adentrarse en una zona de guerra. ¿Me aventuro a perturbar el universo? Han conseguido que reservar billetes desde el ordenador de casa se convierta en una elección vital, en un riesgo, como el de las drogas, asumido con mayor o menor grado de conciencia de su propia peligrosidad. Es un miedo que toca muchas de las fibras más poderosas de nuestro cerebro infantil, principalmente la sensación de indefensión ante un poder brutal e incomprensible. Uno casi espera ver reportajes de personas modosas y miedicas que cogieron un avión y desde entonces valoran mucho más la vida, han empezado a ir al gimnasio, se han cambiado de vestuario y han dejado el curro en el Carrefour para desarrollar su eterna pasión por la escultura conceptual.
Durante esas horas de nerviosismo antes de la salida, volar llega a convertirse en ese enfrentamiento con el universo que atormenta a Prufrock, la posibilidad de despertar a ese dragón durmiente cuyos zarpazos nos describen cada día los periódicos y los telediarios, pero cuyos ojos ni hemos visto ni esperamos ver en toda nuestra vida. Guerras lejanas, gente a la que nunca hemos conocido que quiere matarnos por no adorar a su mismo Dios, por no comulgar con su mugriento medievo; el dragón de la crueldad y la vileza y la estupidez humanas. En la impoluta irrealidad del aeropuerto, en el surrealismo paranoico de la histeria más o menos fundamentada, puede que tengamos una de nuestras tomas de conciencia de ese ancho mundo que nos puede quebrar con un estornudo de fuego.
Y es que volar supone también, en esas horas antes del embarque, un enfrentamiento con ese otro universo, el nuestro interior; ese cosmos gigantesco y a la par, ahora nos damos cuenta, tan frágil como un vaso de cristal. Mortal y rosa, que diría un maestro.