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José García Domínguez

Willy Toledo

Willy acaba de deponer eso que todos los miserables vascos –y no vascos– repiten desde hace medio siglo, siempre que ETA asesina a alguien y el cadáver aún permanece caliente en la calzada: "Algo habría hecho".

Un indicio tragicómico de la decadencia final de Occidente es la traslación sufrida por los árbitros morales y guías espirituales de la tribu. Ese magisterio que, hace apenas dos siglos, una nueva casta, la de los sacerdotes laicos de la intelectualidad, conseguiría robar a los curas de toda la vida. Hasta que, al silencioso modo, aquellos sesudos custodios paganos de la conciencia colectiva fueron sustituidos por una abigarrada troupe de roqueros a medio alfabetizar, actorcillos del tres al cuatro, cineastas comprometidos con su propio ego, coristas venidas a más, estrellas fugaces de la televisión, y hasta algún que otro futbolista.

De ahí que a nadie importe qué opinaban o dejaban de opinar Conchita Piquer, Manolo Caracol o Juan Belmonte sobre la estrategia del Pentágono en el conflicto de Corea, la Primavera de Praga o la procedencia del Plan de Estabilización del 59. Y sin embargo, las elevadas cogitaciones geoestratégicas de un tal Willy Toledo resultan susceptibles, hoy, de ocupar páginas y páginas en los periódicos. Ese Willy, otro pobre niño rico criado entre algodones y mala conciencia por los golpes que nunca le ha dado la vida, airado rebelde sin causa de los de la escuela de Jannette, del que uno no acierta a discernir si se tratará de un simple cínico o de un simple tonto.

Por lo visto, y en un alarde de las muchas luces que lo adornan, Willy acaba de deponer eso que todos los miserables vascos –y no vascos– repiten desde hace medio siglo, siempre que ETA asesina a alguien y el cadáver aún permanece caliente en la calzada: "Algo habría hecho". Al parecer, la sola aportación original de Willy a guión tan manido ha consistido en deletrear de pe a pa las infamias de la policía política contra Orlando Zapata, publicadas en Granma. Quizá, y en su descarga, cabría conceder que vive atenazado por la ceguera ideológica, esa cárcel del pensamiento. Aunque no semeja el caso. A tenor de lo que pía y, sobre todo, de lo que calla, el marxismo-leninismo de Willy debe ser tan acendrado y profundo como el trotsquismo de Roures o la rojísima rojez de Cebrián. Humo de zanahorias, que diría el de El Bulli. Por cierto, presidente, que le echen de comer.

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