Desde los círculos ecologistas más apocalípticos, aquellos que siempre acusan al ser humano de ser una plaga para la Gaia originaria, siempre se ha pretendido cerrar cualquier opción de debate científico en torno a la posibilidad de que el planeta Tierra se esté calentando como consecuencia de la acción del hombre. Todos aquellos que dudaran sobre alguna de las conclusiones o predicciones más absurdas de los calentólogos eran inmediatamente tildados de "negacionistas" o enemigos de la ciencia y acusados de tener motivaciones espurias, generalmente asociadas a importantes compensaciones económicas por parte de alguna gran petrolera.
Pese a que estos ecologistas radicales construían un ficticio consenso precisamente para poner fin a cualquier debate que hiciera avanzar el estado de la ciencia, eran ellos quienes empleaban en vano el nombre de la misma para rendirle tributo a la política. "Es hora de dejar de discutir y de pasar a la acción", se nos repetía continuamente. Al parecer, cualquier retraso en la imposición de un plan global encaminado a reducir como fuere las emisiones de CO2 nos abocaba a un desastre de proporciones desconocidas en el que se derretirían los glaciares del Himalaya, desaparecería el 40% del Amazonas, la producción agraria se desplomaría a la mitad y los costes de los desastres naturales se dispararían. Era inaplazable combatir el CO2 pese al disenso que existía sobre puntos tan básicos como si el planeta se había calentado anormalmente en los últimos 40 años, si este supuesto calentamiento procedía del incremento del CO2, si los efectos negativos que podía acarrear superaban a los positivos y si las medidas que se pretendían implantar para evitarlo no iban a resultar más costosas que los medios para lograrlo.
Después del escándalo de los correos de la CRU, del Climategate, donde los científicos calentólogos admitían haber manipulado los datos y haber marginado a aquellos otros científicos que diferían de sus conclusiones, y después de haber descubierto la chapucera metodología que utilizaba el IPCC para realizar sus pronósticos más sensacionalistas, a algunos no les ha quedado más remedio que reconocer el fraude en el que han vivido instalados durante años.
De este modo, Phil Jones, director de la CRU temporalmente apartado de sus funciones a raíz del Climategate, ha salido a la palestra para conceder que no existe un consenso científico en torno al denominado calentamiento global. Así, ha reconocido a la BBC que es posible que las temperaturas actuales no sean anormalmente altas en términos históricos –pues, de hecho, ha habido al menos otros tres períodos en los que ya se habían registrado– y que ni siquiera está claro que en los últimos 15 años haya habido un calentamiento y no un enfriamiento global, en contra de los previsto por los modelos empleados por los calentólogos.
En otras palabras, toda la acción política conducente a restringir nuestras libertades y nuestro bienestar en la última década se asentaba sobre los pies de barro de un falso consenso científico construido mediante la difamación y persecución de quienes no suscribían el nuevo dogma estatal.
Queda por resolver si fue la ideología, la búsqueda de mayor poder e influencia, las suculentas subvenciones estatales o una mezcla de todas ellas lo que motivó a una parte de la comunidad científica a sumarse o guardar silencio ante la demagogia de los planificadores sociales. De lo que ya no debería dudarse, sin embargo, es de que la agenda ecologista debe suspenderse por completo hasta que el debate avance lo suficiente como para que emerja un auténtico consenso, fruto, esta vez sí, del contraste de todos los puntos de vista. En caso contrario, la mentira triunfará de nuevo como el arma más efectiva para reprimir las libertades individuales.