Ahora que se acerca la tan productiva y comercial fecha del supuesto Día de los Enamorados ha retornado a mi memoria un período de mi vida que de tanto en tanto echo todavía de menos. Les cuento. Todo empezó haciendo un pequeño favor a una querida amiga, se trataba de escribir a un amor que se empezaba a diluir una carta repleta de declaraciones, de entusiasmo desgarrado, de pasión frustrada. Sin darme apenas cuenta me fui convirtiendo en una especie de Cyrano de Bergerac para algunas amistades, en su versión más doméstica y con un apéndice nasal algo más desapercibido hasta hacer del desamor, en todas sus vertientes, una de mis especialidades.
Una cosa me ha llevado a la otra y he empezado a evocar los tiempos en los que el nacionalismo romántico decimonónico impregnaba los espíritus de los hombres italianos, alemanes, polacos o griegos. Uno de los episodios más apasionantes que nos ha dado sin lugar a dudas nuestra Historia contemporánea es el proceso de unificación italiano y germánico, por constituir ambos los dos grandes modelos de nacimiento y construcción de los denominados Estados-nación, siendo el primero de corte liberal y el segundo, de corte más conservador.
Si no les importa, por proximidad y simpatía, me centraré en el primero. Y lo voy a hacer recuperando las soberbias palabras del agudo historiador Benedetto Croce en las que apunta que:
Si para la historia política se pudiese hablar de obras maestras como para las obras de arte, el decurso de la independencia, libertad y unidad de Italia merecería ser llamado la obra maestra de los movimientos liberal-nacionales del siglo XIX: hasta tal punto se vio en él admirablemente la adaptación de los variados elementos, el respeto a lo antiguo y el profundo innovar, la prudencia sagaz de los hombres de Estado y el ímpetu de revolucionarios y voluntarios, la valentía y la moderación... Se le dio el nombre de Risorgimento.
De punta a punta de la península itálica se enarbolaba la bandera de la libertad, se hablaba de patria, proliferaban poetas, escritores, se regresaba a la novela histórica y el movimiento liberal irrumpía con fuerza en Europa con el nacimiento del nacionalismo como telón de fondo, proclamando Vittorio Emmanuelle II en 1861 la unificación de Italia, quedando pendientes entonces el Veneto, todavía en manos austríacas, Roma y el Reino de Cerdeña.
Los nacionalismos actuales, que nada tienen que ver con los de entonces se aferran a ello para acompañar sus permanentes reivindicaciones, sólo que en lugar de Mazzini o Cavour, tenemos ante nosotros, por poner hispánicos ejemplos, a Montilla, a Mas o Urkullu. Ni mejor ni peor, simplemente diferentes. Muy diferentes.
La principal divergencia está en que los nacionalismos del siglo XIX fueron de carácter esencialmente unificador e integrador, mientras que los del XX han sido manifiestamente separadores y, aunque mucho me temo que ya no me queda espacio en esta columna para abordarlo, sí tengo tiempo para afirmar que aquéllos acoplaban, sumaban territorios económicos y lenguas, con el objetivo de ser más grandes, prósperos, industrializados y modernos. Y los actuales se dedican a poner multas por no rotular en la lengua en la que unos pocos han decidido que sea un elemento de ruptura y no de enriquecimiento cultural, como lo había sido de manera tradicional.
En más de una ocasión he comentado lo complicado que resulta combatir el nacionalismo desde la razón, puesto que el componente sentimental y primitivo que hay en él es más que obvio. Pero poco ayuda el saltarnos las reglas. Me explico.
Cuando una servidora ha manifestado su poca simpatía hacia cualquier modelo nacionalista, lo hace consciente de que ningún modelo nacionalista es de su agrado, entendiendo como ahora se entiende la doctrina política que propugna una homogeneización cultural y lingüística dentro de unas mismas fronteras. Así pues, tampoco me resultaría demasiado agradable un nacionalismo de corte español ajustándome a esta definición y porque mi firme creencia en la libertad hace que sea tolerante con la diversidad.
¿Por qué? Por la simple razón por la que considero que la pluralidad cultural y lingüística es un valor a defender, por la riqueza que nos aporta y por lo mucho que nos enriquece. Ahora bien, los mismos que reclaman esta premisa en España, no pueden escudarse en ella para hacer justo lo contrario en sus pequeños territorios, puesto que la diversidad a la que tanto se refieren, es la misma que se produce allí y no sólo no se respeta, sino que la están oprimiendo en nombre de un falso amor a la patria en sus pequeñas pero poderosas parcelas.
La libertad, como el amor, no puede ser utilizada tan impunemente en vano, porque deja de tener su sentido y valor, y ya saben lo que pasa, como apunta la canción, que se acaba rompiendo de tanto uso con la llegada del frío invierno.