Sentirse europeos
La UE, dándole la vuelta al lema de los nacionalistas catalanes, parece ser un Estado que quiere una nación. Quizás en estas cosas del estricto sentir deberíamos guiarnos no por los libros sino por la escuela que ofrecen las relaciones humanas.
Hay un cartel en paradas de autobuses y tablones de anuncios que, en reivindicación de su causa, dice aproximadamente: "Algo pasa a ser importante cuando se habla de ello". El anuncio es del Año Internacional de la Biodiversidad, pero podría ser cualquier anuncio de la Unión Europea que encapsulara la creencia que la ha llevado a su triste situación actual. Porque no es necesario solamente hablar de algo para que sea importante, sino que también hay que sentirlo.
Hablamos bastante de la Unión Europea. Las tribunas libres de los periódicos exhiben ideas y propuestas sobre el pasado, presente y futuro político del Viejo Continente y de nuestra actual Unión. Casi todos los medios de comunicación tienen corresponsales o enviados especiales en Bruselas o Estrasburgo. Las noticias de los cambios y las cumbres de la Unión aparecen en los telediarios; un poco tarde, justo antes de los deportes, pero aparecen.
No sólo hablamos del tema sino que hasta existe un consenso de lo que hay que hacer al respecto, de hacia dónde debe marchar la Unión. Todos parecen reivindicar que en el mundo que viene Europa deberá unirse políticamente o resignarse a la irrelevancia. Frente a los BRIC –Brasil, Rusia, India, China– que amenazan con comerse el futuro, nuestros países se quedarán pequeños. Estados Unidos parece demasiado solo y necesitado de un compañero verdaderamente fuerte que comparta un mismo sentido de responsabilidad internacional y una base cultural que permita defender valores que hemos declarado universales pero cuyo respeto a escala mundial es casi una anécdota; esto les conviene a los americanos pero sobre todo nos conviene a nosotros. Y según estos análisis, parece existir también un amplio consenso en que la elección de dos desconocidos para liderar los puestos permanentes que creó el Tratado de Lisboa fue y está resultando una farsa patética y desilusionante. Los periódicos y los analistas deploran la falta de capacidad –si no de voluntad– y liderazgo de Van Rompuy y Ashton. No viajan, no hablan, no salen siquiera en fotografías, como si los objetivos de los fotógrafos resbalaran sobre la anodina pareja en busca del rostro naranja de Berlusconi o la sombría silueta de Gordon Brown. La máxima responsable de Exteriores de la Unión Europea, por lo visto, no puede ni esperar a que llegue el viernes para cogerse el tren a Londres y pasar el fin de semana en casa.
Lo hablamos, lo deploramos, pero ¿hacemos algo al respecto? No. Porque una cosa es la crítica y otra la indignación. Y es la indignación profunda y visceral la que fuerza cambios. Es esa donna mobile del sentimiento la que obliga a cambiar inercias. Uno puede leer análisis de la fusión del pensamiento griego con la religión cristiana; estudios sobre la sensibilidad y la tradición cívica de Europa frente al mundo árabe o las culturas orientales; historias de Roma, de Carlomagno, del Sacro Imperio Romano, de Napoleón, de las Guerras Mundiales. Pero la cuestión es cómo sentirse, no sólo saberse, europeos. De sentir tan cercana Bruselas como Madrid, Van Rompuy como Zapatero; que nos duelan e indignen las malas decisiones y la incompetencia allí tanto como aquí.
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