En la antesala de la Conferencia de Londres sobre Afganistán la prensa internacional se centra en la cantidad de dólares dedicados a comprar la voluntad de dirigentes talibán y jefes de clan. Según parece los aliados esperan doblegar la resistencia de los islamistas y autoridades a base de repartir dinero.
Mientras leo los titulares no puedo dejar de recordar lo que pasó en nuestro país en una situación semejante. Había finalizado la II Guerra Mundial y el régimen del general Franco aparecía como una anomalía en la nueva Europa, un resto arqueológico del Eje. Para tratar de acelerar la trasformación de España, en línea con lo que había ocurrido en otros estados europeos, la inteligencia aliada elaboró un plan de compra de voluntades de autoridades militares, con la idea de que sólo los generales disponían de los medios para forzar la retirada, más o menos voluntaria, de Franco, dando así paso a una monarquía con vocación integradora. Los generales Aranda y Kindelán actuaron como arietes de la operación, el dinero se repartió... y no pasa nada. En realidad, algo sí paso. Según parece, los generales sondeados tuvieron la precaución de dirigirse al Caudillo y solicitarle, con el debido respeto, permiso para quedarse con el parné. Franco manifestó comprensión ante su delicada situación. Eran años difíciles y un extra venía de perlas para rematar el mes o el trimestre. No parece que aquellos generales sintieran gran simpatía por la acumulación de poder en manos del general Franco, pero de ahí a plegarse a una operación política urdida en el extranjero había algo más que un trecho. Quizás hubiera sido más digno por su parte rechazar aquel dinero, que también venía del extranjero, pero...
En el plan original del general McChrystal, los sobornos cumplían un papel limitado. Tras una intensa y prolongada campaña dirigida a buscar y eliminar los focos insurgentes y después de haber convencido a la población de que estaban dispuestos a permanecer allí hasta el triunfo final, el reparto de dinero ayudaría a algunos jefes talibán y de clan a cambiar de bando. A falta de expectativas de triunfo y con la mayor parte de los afganos en su contra, la combinación de dólares, garantías de que se les respetaría y reconocimiento de su autoridad les ayudaría a dar el paso hacia la reinserción. Sin embargo, ese escenario no parece realista. Obama ha incrementado en 30.000 hombres el contingente, una cantidad importante pero considerablemente inferior a la que los mandos militares consideran necesaria. Además, ha afirmado públicamente que comenzará a reducir el contingente en 18 meses y que entregará el poder a las autoridades afganas lo antes posible. No está nada claro que la ofensiva prevista sea capaz de dañar a las fuerzas talibán hasta el punto de que pierdan la esperanza del triunfo ni que las declaraciones de Obama sobre su deseo de reducir el contingente ayuden a convencer a la población de su compromiso con la seguridad. Lo más probable es que muchos acepten el dinero con la misma sinceridad que los generales españoles. El riesgo de que esos dólares acaben nutriendo las arcas talibán es sólo comparable a la posibilidad de que los esfuerzos aliados por formar a militares y policías afganos concluyan en el ridículo de haber empleado tiempo y dinero en crear los cuerpos de seguridad y unidades militares del renacido Emirato.
Sin disposición a combatir hasta el final no habrá victoria y esa disposición no existe. La Alianza no quiere salir de Afganistán derrotada, pero se engaña si piensa que sólo con dinero y colaboración será suficiente. No puede extrañarnos que los servicios de inteligencia occidentales informen del optimismo que reina en las filas talibán.