Sin duda, el rasgo más llamativo del cine catalán es que no existe. Una singular evidencia empírica que, huelga decirlo, no ha supuesto impedimento para que las autoridades locales procediesen a cometer una muy exhaustiva regulación de la industria cinematográfica propia y ajena. Nadie descarte, pues, otra inminente normativa catalana a propósito de la conservación, uso y disfrute de los bosques tropicales. O algún reglamento de Carod imponiendo pautas vinculantes al subsector de los transbordadores espaciales. Al cabo, si Paraguay dispone de su propia escuadra de guerra sin poseer ninguna salida al mar, ¿por qué no iba la Generalidad a regular los estudios de Hollywood o las lluvias monzónicas, si se terciase?
Así, aprovechando que Europa apenas cuenta con doscientos idiomas vernáculos de estricto uso doméstico, el tripartito acaba de ordenar a las majors el doblaje de todas sus cintas al catalán. Los yanquis, sépase, restan muy advertidos: caso de no obedecer sin rechistar, se prohibirá al punto la exhibición de su cine en las cuatro provincias de la demarcación. "O yo y mi lengua propia o el caos", amenaza don José. Con semejante espada de Damocles pendiendo sobre sus cabezas, pocas situaciones de pareja zozobra deben haberse vivido en la secretaría de Estado y en la propia Casa Blanca desde la crisis de los misiles con Cuba.
Y es que, en Cataluña, el cine, predica la Generalidad, está llamado a constituir fiel, preciso, exacto reflejo de la realidad tal como ni es, ni ha de ser. En consecuencia, procede imponerle el funesto bilingüismo que ellos mismos se enorgullecen de haber extirpado en colegios e institutos. Pero ni con ésas. Y es que la gente, cuando se sabe libre, revela un insolente sesgo a proceder como le viene la gana. Y por alguna razón en extremo enigmática, casi nadie enMatrixmuestra interés por asistir a más ficciones narradas en catalán. Un detalle baladí que, lejos de llevar a rectificar a Montilla, llevará a la quiebra a las salas obligadas a programarlas. Parece mentira. Como si a estas alturas aún no hubieran comprendido que una dictadura, por pequeña y ridícula que se antoje, no puede imponerse a medias. Prohíbanos el español también en los cines, hombre. Desengáñese, don José: no hay otra solución.