Internet es el fenómeno más importante de la política actual y en los últimos años la ha revolucionado. Los gobiernos se apresuran a dedicar cantidades ingentes de dinero a blindar su redes y servidores principales contra ciberataques, y éstos se han convertido en uno de los instrumentos que los Estados usan para atacarse los unos a los otros: es el caso de Rusia, que a falta de Ejército Rojo lanza periódicamente ataques a las redes de sus vecinos del oeste.
Respecto al interior de los países, el papel revolucionario de internet en la política contemporánea ha quedado plasmado en el caso de Irán: a través de la red los disidentes se comunicaban entre sí y con el mundo, organizando manifestaciones, denunciando la represión y publicando vídeos. Y a través de la red, el Gobierno iraní ha rastreado, localizado y perseguido a los cabecillas disidentes, con la colaboración, por cierto, de varias empresas de telecomunicaciones occidentales. En Cuba y en China, los despóticos regímenes dedican cada vez más esfuerzos a vigilar y controlar qué se comunica por internet: de la red les puede venir un enorme disgusto.
En España, el valor estratégico de una red libre es igualmente importante. Como el otro día recordaba en este diario Daniel Rodríguez Herrera, el precedente más cercano de la ley antidescargas es la "ley de la patada en la puerta" de Corcuera. Con la excusa de perseguir delitos –como ahora–, apelando a las buenas intenciones –como ahora–, y afirmando que había que armonizar derechos de unos y otros –como ahora–, a punto estuvo el PSOE de llevarse por delante garantías básicas, cuya vulneración era y es mucho más grave que los delitos que afirmaba perseguir. Por eso se echó abajo. En el caso de la ley Sinde, buscar garantizar los derechos de los autores permitiéndose al Gobierno intervenir en la red, constituye un riesgo para las libertades muchísimo mayor que el derivado del supuesto delito. Y eso suponiendo recta intención, lo que está por demostrar en el caso de la clase política. Si los gobiernos pueden intervenir en la red, lo harán; si pueden hacerlo en un aspecto, querrán hacerlo en otro. Y si pueden hacerlo aquí y allá, no pararán hasta controlar cada portal, cada servidor y cada bit de información.
Pero en el caso de la derecha española, el asunto alcanza una importancia mayor. En las nuevas tecnologías ha encontrado la nueva derecha un lugar donde disputar ideológicamente con la izquierda en igualdad de condiciones. Alivia así el centro-derecha español a través de la red su debilidad estructural en los medios tradicionales. Pero apoyando la ley Sinde, el Partido Popular se pone la soga al cuello, porque serán justo los liberal-conservadores los que se pondrán en el punto de mira de la censura que viene, porque vendrá. Su base social será la peor parada si al Gobierno se le abre la puerta de internet.
Cabe otra posibilidad, desde luego, y es que el Partido Popular se ponga de parte de los socialistas en la batalla contra esta derecha 2.0 que a través de foros, redes sociales y páginas web se oponen al matrimonio gay, a la cesión a los nacionalistas o al fundamentalismo laico, habida cuenta de que este partido consiente en todo ello y en más con los socialistas. Pero si así fuese, solamente estaría retrasando y acelerando su propio fin, o por lo menos el de las ideas que tradicionalmente ha defendido la derecha española y que cada vez más se encarnan en la derecha 2.0 que al final, se lo apostamos, será la que reciba los golpes de un Gobierno como éste.
Por liberalismo, por conservadurismo y por una defensa nítida de las libertades cívicas, no a la ley Sinde.