En un momento de la entrevista de El País a Soraya Sáenz de Santamaría publicada este lunes, el entrevistador le pregunta a la portavoz del PP en el Congreso si le parece mal que se retiren las placas franquistas. "Yo tenía cuatro años cuando murió Franco", responde ella; "me preocupa más el futuro". Admirable apuesta, en teoría, por una falta de complejos en la derecha española, donde nadie de 34 años para abajo vivió un solo segundo de dictadura, ni nadie menor de 52 alcanzaba la mayoría de edad cuando murió el general. Admirable renuncia de cualquier vinculación entre derecha moderna y fascismo, esa vinculación que traza el insulto más manoseado de nuestros días: "facha".
Pero basta con leer el resto de la entrevista para ver que esta falta de complejos es de boquilla. La esencia de las declaraciones de Soraya, de su personaje, del marianismo que enarbola y representa, es ese ejercicio constante de huidas, de no decir lo que se piensa, y de no pensar demasiado para no correr el riesgo de traicionarse, del que teme que le llamen (glups) derechista, que le tilden (¡horror!) de facha. El País plantea, como por otra parte cabría esperar, una entrevista muy dura, y Soraya rehúye todas las batallas: como mucho, se ampara en otras autoridades: "defendemos lo que dice la ley", "primero queremos conocer el pronunciamiento del Constitucional", "que se cumpla la ley", "yo lo que quiero es evitar ese conflicto". Nueve preguntas llega a emplear el entrevistador intentando que la portavoz se defina en la cuestión del nuevo contrato que tan tímida, modosa y calladamente propuso Rajoy. Soraya, prudente estratega, las rehúye todas; lo máximo que se lleva el lector es: "estoy de acuerdo con medidas que fomenten el empleo en el marco de otras medidas". Caray. Elecciones anticipadas, ya.
Habrá quien diga que las constantes evasiones de Soraya (y Mariano) son para rehuir el calificativo "capitalista" en momentos de descrédito del sistema neoliberal por culpa de la crisis; pero sabemos perfectamente que en España el sambenito de la derecha, el verdadero fantasma que la atosiga, es otro. El lenguaje de Soraya intenta ahuyentar el fantasma del adjetivo "derechista", no "neoliberal": "el programa del PP es para hacer un Gobierno moderado y centrado", "los españoles quieres un líder que dé tranquilidad, un referente de moderación y sensatez", "siempre me ha parecido más centrado el PP que el PSOE", "somos capaces de pactar con otros partidos", y la mejor: "nadie se cree ya que asustamos".
Pero a juzgar por el histrionismo huidizo del rostro del marianismo, uno diría que algunos sí siguen asustados del PP: ellos mismos. El entrevistador llega a preguntar "¿tan complicado es decir sí o no?"; y, a juzgar por la entrevista, uno diría que sí, si la pregunta es "¿gobernaría usted con políticas liberales, de derecha moderna?". Hay que imaginarse la entrevista como la parodia en clave política de un interrogatorio de serie norteamericana de polis: "¡Sabemos que eres de derechas! ¡Confiésalo!"; "¡¡No!! ¡¡Cabrones!! ¡¡Jamás diré nada!!".
La distancia de décadas con respecto a Franco debería haber liberado a la derecha de su sentimiento de culpa, haberle dado fuerzas para definirse sin temor y apostar por las medidas que crea necesarias desde el pragmatismo y el sentido común, aun exponiéndose a que otros las tilden de derechistas; por ejemplo, incentivar la contratación y eliminar la distinción entre trabajadores fijos intocables y trabajadores temporales sin derecho a nada, a través de un nuevo contrato con menor penalización por despido. Pero para el nuevo PP, todo lo que suene a "derechista" debe rehuirse como la peste. A juzgar por la involución del aznarismo al marianismo, la conciencia de culpa y el temor al Adjetivo Que No Debe Nombrarse (aportación fundamental de Harry Potter al marianismo) atenazan cada vez más a una parte de la derecha española, y sobre todo a las nuevas generaciones. A esa derecha que, antes de que le llamen facha, prefiere que le calcen un guantazo. E incluso perder las elecciones.